viernes, 21 de noviembre de 2008

Teología Bíblica del Hombre

ESTRUCTURA

Introducción



I. El hombre en el Antiguo Testamento

I.1 Primera aproximación: la terminología para designar al hombre

I.2 El hombre como una unidad

I.3 La creación de la mujer

I.4 A imagen y semejanza de Dios

I.5 El pecado

I.6 Conclusión. La aurora del Nuevo Testamento



II. El hombre en el Nuevo Testamento

II.1 Continuidad con la antropología del Antiguo Testamento

II.2 La restauración de la imagen perdida

II.2.a Cristo es la Imagen de Dios

II.2.b Cristo es imagen del hombre pecador

II.2.c ‘En Cristo’ el hombre recupera la imagen de Dios

Conclusión




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Introducción: El interés de la Iglesia por el hombre

La reflexión sobre el hombre ha ocupado siempre en la Iglesia un lugar privilegiado. De frente a una época que reivindica los derechos del hombre de una manera desmesurada, la Iglesia no ha dejado de insistir, especialmente en estos últimos tiempos, sobre la centralidad que el hombre tiene dentro de la vida de ella misma. Así, ha hecho ver la grandeza del ser humano sin esconder los límites que como criatura tiene. Estos límites consisten en que el hombre permanece siempre circunscrito a la esfera de lo creado, abriéndose maravillosamente a lo divino por el conocimiento y la participación de la misma naturaleza divina (“homo capax Dei”), pero permaneciendo creatura, esencialmente distinto de Dios.

Manifestando el interés que la Iglesia tiene por el hombre, el Concilio Vaticano II ha consagrado un documento completo a la reflexión sobre el hombre en general y sobre el hombre actual en particular. En efecto, en uno de sus primeros números, la Constitución Pastoral Gaudium et Spes se expresa de la siguiente manera: “Es la persona del hombre lo que hay que salvar. (...) Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir” (GS,3). Sin vacilaciones de ningún tipo el Concilio “proclama la altísima dignidad del hombre y la divina semilla que en éste se oculta” (GS,3), al punto que considera que “el hombre es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma” (GS,24). Esa ‘altísima dignidad del hombre’, según el Concilio, estriba en el hecho de que “el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido en cierto modo, con todo hombre” (GS,22). Es aquí donde está toda la fuerza y la potencia que la reflexión sobre el hombre tiene en este documento del Concilio y que es como un eco de aquella expresión de S. León Magno: “Conoce, oh hombre, tu dignidad”, frase referida a aquel acontecimiento que hace pensar que la grandeza del hombre es inconmensurable, frase referida a la Encarnación del Verbo, por la cual Dios se hace hombre. Y por eso afirma el Concilio que, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (GS,22).

Este esclarecimiento de la grandeza y dignidad del hombre por su unión con Dios en Cristo, en virtud de la unión hipostática, es, según Juan Pablo II, un principio capital en las enseñanzas del Concilio Vaticano II. “Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio”[1].

El mismo Juan Pablo II prolonga esta enseñanza del Concilio diciendo: “Todo hombre (...) es confiado a la solicitud de la Iglesia. (...) El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo”[2]. Y aclara cuál es el hombre del que la Iglesia se ocupa: “Aquí se trata (...) del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto sino real, del hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio”[3]. Y expresa cuán esencial es a la Iglesia el problema del hombre: “El hombre en su realidad singular (porque es persona) (...). El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social (...) este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por el mismo Cristo, vía que inmutablemente pasa por el misterio de la Encarnación y de la Redención”[4].

Este interés de la Iglesia por el hombre no existiría si el hombre no fuese ya en la Sagrada Escritura un personaje principal. La Biblia es esa maravillosa realidad que guarda una analogía estrecha con el misterio de la Encarnación. En la Biblia el Verbo de Dios se hace verbo humano, la Palabra de Dios se hace palabra humana, aceptando todas las limitaciones que lo humano le impone, pero permaneciendo siempre Palabra de Dios. En ella, al igual que en la vida de la Iglesia, el hombre ocupa un puesto central, desde el inicio del Génesis, en el que el hombre es presentado como la cúspide de la obra creadora al cabo de los seis días (Gén.1,26-31), hasta la llegada del Hijo del Hombre, nombre que reivindicó para sí como nombre propio aquel que era por naturaleza Hijo de Dios.

En este artículo trataremos de exponer las líneas fundamentales de una teología bíblica acerca del hombre. Hacer esto significa presentar lo que la Palabra de Dios nos revela acerca del hombre y extraer de ello, a través de un procedimiento racional, las verdades de fe que iluminan lo que el hombre es de cara a Dios y aclaran el camino que el hombre debe recorrer para encontrarse con Él.



I. El hombre en el Antiguo Testamento



I.1 Primera aproximación: la terminología para designar al hombre

El análisis de la terminología que usa el Antiguo Testamento para designar al ser humano, nos permitirá hacer un primer acercamiento al concepto bíblico de hombre.

‘Adam. La primera palabra hebrea con que se designa en el Antiguo Testamento al hombre es ‘adam. Así como el nombre latino de homo se relaciona con el humus o tierra laborable -con la que está vinculado toda su vida-, así también en hebreo el nombre específico de ‘adam está relacionado con la ‘adamáh, ‘tierra arcillosa’, ‘suelo’, de la cual fue formado, tal como se narra en Gén.2,7. Pero el hombre no sólo es aquel que está formado de tierra como todos los vivientes del campo y todas las aves del cielo, tal como se dice en Gén.2,19, sino además es aquel que está destinado a cultivar esa tierra (Gén.2,5). En otras palabras, no sólo depende de la tierra en cuanto a su origen sino que además posee en sí aquellas fuerzas que lo hacen capaz de dominar la tierra de la que ha sido formado, es capaz de darle a la tierra su propia forma; es ahora la tierra la que se convierte en sujeto moldeable por el hombre.

Esta vinculación estrecha que guarda el hombre con la tierra tiene un hondo contenido teológico. En efecto, dado que ha sido hecho de la tierra, queda claro que el hombre no es una divinidad caída en desgracia de lo alto, sino que es algo que emerge, por imperativo divino, del mismo complejo de la creación. Su condición de creatura, surgida por gratuita decisión de Dios (“Hagamos al hombre...”, Gén.1,26) queda remarcada en los dos relatos de la creación del hombre que nos presenta el Génesis.[5]

Es interesante notar que ‘adam se usa tanto para el individuo que conocemos con ese nombre (Gén.3,20; 5,3) como también como término colectivo, de manera que designa, cuando es usado así, a toda la especie humana (Gén.1,27; 2,5).

‘Enosh. Otro término que usa el Antiguo Testamento para designar al hombre es ‘enosh, sustantivo que proviene del verbo ser débil. Casi siempre esta palabra está en relación con la palabra ‘adam, y así al llamar ‘enosh al hombre, la Biblia recalca que se trata de un ser, que por estar hecho de arcilla, es débil y mortal.

‘Isch. Pero es muy llamativo el hecho de que en paralelo con el término ‘adam aparece también otro término para significar hombre: es el término ‘isch, que significa fuerza. Así como ‘adam habla del origen y apariencia del hombre y ‘enosh de su debilidad, ‘isch designa al hombre en cuanto dotado de poder, más concretamente el poder de elegir y trazar su propio destino, y en este sentido expresa la facultad de querer y elegir.

Gueber. El Antiguo Testamento emplea también para designar al hombre el término gueber, que se usa sobre todo para el varón adulto, diferenciándolo de la mujer y del niño. Este término quiere decir fuerza, pero se refiere sobre todo a la fuerza corporal, aunque la Sagrada Escritura usa esta palabra también para designar la fuerza con la que el hombre se opone a Dios. En definitiva, esta palabra expresa aquella energía específicamente humana, que a veces, en su deseo excesivo de autoafirmarse, llega hasta a oponerse a Dios.

De acuerdo a lo que hemos expuesto, podemos decir que si es verdad que ‘adam insiste sobre la especie humana, ‘enosh sobre su debilidad, ‘isch sobre su poder y gueber sobre su fuerza, podemos afirmar que el hombre, según el Antiguo Testamento, es un ser perecedero, que no vive sino como miembro de un grupo, pero que es también un personaje poderoso, capaz de elegir y dominar. Esta encuesta semántica que hemos hecho nos presenta, en resumen, de qué modo la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento concibe al ser humano: algo pequeño y débil, pero al mismo tiempo algo grandioso y poderoso.[6]



I.2 El hombre como una unidad

Una de las notas más características del concepto veterotestamentario de hombre es que considera a éste como una unidad. El hombre, para el pensamiento bíblico del Antiguo Testamento, no es un compuesto de alma espiritual y cuerpo; el hombre es para él un ser viviente dotado de la capacidad de pensar, querer y elegir. “El Antiguo Testamento no conoce una definición filosófica del hombre y de sus elementos constitutivos. De ahí lo inadecuado de la cuestión sobre una concepción tricotómica o dicotómica del hombre en el Antiguo Testamento. El hombre aquí es, más bien, considerado como un todo viviente, cuyos aspectos principales son bâsâr (carne), néphesh (alma) y rûah (espíritu)”[7]. A tal punto concibe al hombre como un todo viviente que esas realidades recién nombradas (bâsâr, néphesh y rûah), que constituyen los aspectos principales del ser humano, son, en general, sujeto de las mismas operaciones. El hombre para el Antiguo Testamento es néphesh en cuanto es un ser animado por el espíritu de vida; es rûah en cuanto es un ser esencialmente abierto a Dios; y es bâsâr en cuanto es una criatura perecedera, que posee un cuerpo que expresa al exterior las características del néphesh y del rûah.[8]

El hombre es ‘bâsâr’. Para el Antiguo Testamento el hombre es bâsâr, es carne, no porque esté compuesto de una ‘materia’ animada por una ‘forma’, sino porque todo lo que el hombre es se expresa a través de esta carne que es su cuerpo. A su vez, esta carne es lo que caracteriza a la persona humana en su condición terrena y perecedera.[9]

Expresando su faceta de ser creado, terreno y perecedero, bâsâr indica, sin embargo, al hombre en sí mismo y al hombre entero e, incluso, el fondo de la persona. “Así Adán ve otro él en la mujer que Dios le presenta; pero no dice que tiene, como él, un alma, sino que exclama: ‘Ésta es hueso de mis huesos y carne de mi carne’ (Gén.2,23; cf. Sir.36,24)”[10]. Por eso bâsâr “puede expresar la persona misma, el ‘yo’ (Qoh.4,5; 5,5; 2Cor.7,5) y hasta sus actividades de orden psicológico, con un matiz corporal (...): la carne sufre (Job 14,22), tiene miedo (Sal.119,120), languidece de deseo (Sal.63,2) o grita de júbilo (Sal.84,3)”[11]. Queda claro, entonces, que la palabra bâsâr, que significa carne, sirve para denominar al hombre completo, pero haciendo hincapié en los matices que hemos mencionado.

El hombre es ‘néphesh’. La palabra hebrea néphesh puede ser traducida con cierta legitimidad por nuestra occidental palabra alma, pero con la salvedad antedicha, es decir, sin concebir el néphesh como la ‘forma’ del cuerpo. El néphesh, “lejos de ser una ‘parte’ que juntamente con el cuerpo compone el ser humano, designa al hombre entero en cuanto animado por un espíritu de vida. Propiamente hablando, no habita en un cuerpo, sino que se expresa por el cuerpo, el cual, al igual que la carne, designa también al hombre entero. Si el alma, en virtud de su relación con el Espíritu, indica en el hombre su origen espiritual, esta ‘espiritualidad’ tiene profundas raíces en el mundo concreto”[12].

En el segundo relato de la creación del hombre (Gén.2,4-8.18-25) el resultado total de la acción creadora de Dios sobre el polvo tomado del suelo y modelado, es el néphesh hayyah, es decir, un espíritu viviente o un alma viviente. El hombre entero es un néphesh viviente. Si gracias al néphesh el hombre es un ser viviente, fácilmente el término néphesh pasó a significar la vida. Así, muchas veces, alma y vida se identifican (Ex.21,23; Sal.74,19).

El hecho de que el hombre llegue a ser un néphesh viviente por la acción creadora de Dios tiene consecuencias muy importantes para la concepción bíblica del hombre. El hombre es modelado de la tierra por Dios y es Dios el que le insufla el espíritu de vida; recién entonces se constituye como criatura libre. Por lo tanto el hombre tiene una relación esencial y constante con Dios. El hombre es a la vez un ser personal y un ser dependiente de Dios. Entonces, “la religión no viene a completar en él una naturaleza humana ya consistente, sino que desde su origen entra en su estructura. Hablar del hombre sin ponerlo en relación con Dios sería, pues, un contrasentido”[13].

El hombre es ‘rûah’. Esta palabra en hebreo significa soplo. Puede tratarse del soplo del viento material. Pero también designa el hálito de la respiración del hombre y, por extensión, designa el espíritu del hombre. También puede designar el Espíritu de Dios (Gén.1,2). Aún más, en Dios está la plenitud del rûah, a tal punto que en algunos textos rûah es el nombre de Dios. De manera que el rûah del hombre es participación del rûah de Dios. Por esto en el Antiguo Testamento se afirma claramente que el rûah del hombre viene de Dios (Gén.2,7; 6,3; Job 33,4); por esta razón uno de los nombres de Yahveh es “Dios de los ruhôt” (Núm.27,16). Ese rûah del hombre vuelve a Dios con la muerte (Job 34,14s.; Qoh.12,7; Sap.15,11).

En el hombre, entonces, rûah es la fuerza que sostiene y anima al cuerpo. Mientras este rûah está en el hombre pertenece realmente a él y hace de su carne inerte un ser operante, un alma viva (Gén.2,7). En definitiva, “la palabra rûah es la expresión misma de la conciencia humana, del espíritu. Entregar en las manos de Dios este espíritu (Sal. 31,6 = Lc.23,46) es a la vez exhalar el último suspiro y encomendar a Dios la única riqueza del hombre, su mismo ser”[14]. También es sujeto de actos intelectivos. Los proyectos e intenciones intelectuales se presentan como algo que sube al rûah (Ez.20,32; Is.65,17; Jer.3,16; 7,31; 44,21). La renovación del rûah implica una purificación espiritual. El salmista pide a Dios que le infunda un rûah recto (Sal.51,12). Por eso el rûah, como sede de la vida afectiva e intelectual, aparece en paralelo con el corazón, centro por antonomasia del mundo emocional.

El ‘corazón’. Hay en el hebreo del Antiguo Testamento una palabra que resume de alguna manera los contenidos conceptuales expresados por las palabras bâsâr, néphesh y rûah: es la palabra corazón. En la perspectiva conceptual hebraica, el corazón –en hebreo lêb- significa lo más recóndito e íntimo del ser humano. Por eso lêb –corazón-, y qéreb, -interior, medio- aparecen asociadas muchas veces (cf. 1Sam.25,37; Jer.23,9; Sal.64,7). El corazón es insondable y misterioso, y sólo Dios puede conocerlo (1Sam.16,7), y en su misterio es centro de acciones intelectuales al par que afectivas. Al hombre cuerdo y sensato se lo llama hombre ‘de corazón’ (Jb.12,3; 34,10.34). Y al hombre poco inteligente se lo califica como ‘falto de corazón’ (Prov.6,32; 7,7; Os.7,11; Jer.5,21). La misma conciencia se identifica con la actividad del corazón; así, los remordimientos de conciencia se atribuyen al corazón. Por eso, la mujer de Nabal, Abigaíl, dice a David: “No sentirá mi señor el remordimiento de conciencia –lêb- por haber derramado sangre sin motivo...” (1Sam.25,31). “El corazón tiene un lugar tan destacado en la antropología israelita, y es de tal manera una concentración del hombre, que podría sentirse uno tentado a asimilarlo al néphesh y decir: el hombre es su corazón”[15].



I.3 La creación de la mujer

Hasta ahora hemos hablado del hombre en general, considerado más bien como ‘ser humano’. Sin embargo, para el pensamiento veterotestamentario es esencial la diferenciación de los sexos. En efecto, faltaría algo esencial a los relatos de la creación del hombre si no se tuviera en cuenta la creación de la mujer; en este caso dichos relatos estarían incompletos.

En el primer relato de la creación del ser humano (Gén.1,26-31) la diferencia de los sexos se manifiesta como una riqueza que permite expresar mejor la imagen de Dios. Eso es lo que significa la repetición del v.27 y la sustitución de la expresión ‘a imagen de Dios’ por la de ‘macho y hembra’: “A imagen suya creó Dios al ser humano (‘adam), a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó”. El hecho de que la diferenciación de los sexos ayude a expresar la riqueza de la imagen de Dios no se debe al hecho de que pueda encontrarse en Dios notas femeninas y notas masculinas, al punto que pueda hablarse de la ‘feminidad’ de Dios, como lo hacen –equivocadamente- algunos teólogos. Es más bien al contrario; dada la simplicidad de Dios, dada la plenitud de ser de Dios, en la creación, debido a su finitud y limitación, sólo se expresa mejor esa plenitud en la diferenciación y variedad de las creaturas.

La denominación de ‘macho y hembra’ de ninguna manera es una expresión peyorativa ni significa una asimilación a los animales; esta denominación se halla en la línea del significado de bâsâr, es decir, la palabra que expresa a todo el hombre haciendo hincapié en su realidad corporal. En otras palabras, si el hombre es bâsâr y con esta palabra se designa lo específicamente humano, ‘macho y hembra’ a su vez determina a bâsâr, permaneciendo en lo específicamente humano y no trasvasando la expresión a lo animal. Tiene entonces esta expresión el pleno significado de ‘varón y mujer’.

En el segundo relato de la creación del hombre (Gén.2,4-8.18-25) se hace mención más explícita a la creación de la mujer y se ubica de una manera más precisa la figura y la función de la mujer en el complejo de la creación. En el v.18 se establece ya la naturaleza social del hombre y su indigencia, es decir, la necesidad de una ayuda proporcionada a su ser y a su misión en la creación: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”. En los v.19-20 el varón le pone nombre a todos los animales manifestando así su dominio sobre toda la creación. Sin embargo, esa labor de dominio propia del varón no logra realizarlo a él como ser humano, no lo plenifica. Por eso dice que después de esta actividad “no encontró una ayuda adecuada”. Viene entonces la creación de la mujer, que es la respuesta a esa imposibilidad por parte del ser humano-varón de ser perfecto, de ser pleno, de ser feliz en la realización de su labor de dominio sobre la creación. Hizo Dios dormir al hombre, le sacó una costilla, rellenó el espacio con carne y de la costilla modeló a la mujer (v.21-22). A pesar de que es modelada de una ‘materia prima’ más noble que la del varón, ella también es de barro, aunque indirectamente. Sin embargo, este gesto de Dios de formarla del varón tiene su significación: ella está llamada a completar lo humano, a llevar a la perfección el ser y la misión del hombre sobre la tierra; sin la mujer lo humano no es total y verdaderamente humano.[16]

Por lo recién dicho nos damos cuenta que la creación de la mujer está ordenada esencialmente a hacer posible y a perfeccionar la naturaleza intrínsecamente social del ser humano. Por eso “la diferencia fundamental de los sexos es a la vez el tipo y la fuente de la vida social”[17]. La primera sociedad humana, en la que el hombre encontró ya todos los elementos para llegar a la perfección, estaba constituida por el primer varón y la primera mujer. Por eso, “todo contacto con el prójimo halla su ideal en esta relación primera, hasta tal punto que Dios mismo expresará la alianza contraída con su pueblo con la imagen de los desposorios”[18].



I.4 A imagen y semejanza de Dios

En los tres puntos anteriores hemos presentado algunos elementos para una antropología bíblica del Antiguo Testamento y apenas nos hemos asomado a una teología propiamente dicha. Es necesario abrirse ahora de una manera clara a una antropología teológica, en la cual se manifieste plenamente lo que piensa el Antiguo Testamento del hombre. Es lo que queremos hacer en este punto.

La Biblia, al hablar del hombre, no lo mira como un microcosmo que reúne dos mundos, el espiritual y el material, como lo haría la filosofía griega. La Biblia considera al hombre siempre frente a Dios, cuya imagen es. La antropología, en el Antiguo Testamento, está íntimamente ligada a la teología y estará, por lo tanto, en el Nuevo Testamento, ligada a la cristología.

Los dos relatos de la creación del hombre que trae el Génesis se complementan entre sí de una manera admirable. Pero es sobre todo el primero el que nos da una visión teológica del hombre. Digámoslo con palabras breves: la quintaesencia del pensamiento bíblico sobre el hombre está en que fue creado “a imagen y semejanza de Dios”. Según Santo Tomás de Aquino hay razones suficientes para que entre el concepto de ‘imagen’ y el de ‘semejanza’ haya una adecuada distinción[19]. La noción de semejanza según el Angélico está indicando que el hombre ha sido hecho teniendo como ejemplar a Dios, teniendo en cuenta que semejanza no es igualdad, porque el ejemplar excede infinitamente al ‘ejemplado’[20]. La noción de ‘imagen’, en cambio, según el Aquinate, dice relación directa a la naturaleza intelectual del hombre, y más imagen de Dios será mientras su naturaleza intelectual más pueda imitar a Dios[21].

En el contexto mismo del texto del Génesis la expresión ‘a imagen y semejanza’ tiene el valor de una declaración enfática y dice relación sobre todo a la soberanía que el hombre ejerce sobre los animales y sobre todo el mundo. Puesto que todo el relato de la creación describe a Elohim como un ser personal, que obra soberanamente, crea y dispone todas las cosas con sabiduría, es lícito pensar que el autor sagrado ve en la semejanza con Dios lo que distingue al hombre de los otros vivientes: su facultad de pensar y de querer por sí mismo, es decir, lo que lo constituye como persona.[22] La relación que Dios mismo pone entre el hombre y la creación (Gén.1,28-31; 2,8-15) está directamente orientada a manifestar que el hombre es imagen de Dios. En efecto, la primera consecuencia que se sigue del hecho de ser creados a imagen y semejanza de Dios es el dominio sobre toda la creación: “Dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves del cielo, y en las bestias y en toda la tierra, y en todas las sierpes que serpean por la tierra’” (Gén.1,26). Esto mismo es lo que significa el día del reposo del Señor (Gén.2,1-3) y el mandamiento del reposo sabático para el hombre (Éx.20,8-11), ya que “el séptimo día, día de reposo, marca la medida del trabajo humano, pues la obra de las manos del hombre debe expresar la obra del creador”[23].

“El hombre desempeña su papel de imagen en dos actividades mayores: como imagen de la paternidad divina debe multiplicarse para llenar la tierra; como imagen del señorío divino debe someter la tierra a su dominio. El hombre es señor de la tierra, es presencia de Dios en la tierra”[24].

Esta semejanza con Elohim que recibe de Dios después de la creación, el hombre la transmite a sus descendientes (Gén.5,1-3); es un bien permanente en los seres humanos y la garantía que protege su vida y la hace intangible. Por eso el que derrama la sangre del hombre ultraja la imagen de Dios. Dice explícitamente el libro del Génesis: “Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (9,6).

Hay otro aspecto que queda expresado dentro de la expresión ‘a imagen y semejanza’: “Desde la serpiente del Génesis hasta las bestias de Daniel, las fuerzas del mal están simbolizadas por poderes animales; por eso es que se puede pensar que la imagen de Dios y el dominio sobre los animales implican también en una cierta medida, el dominio sobre el mal”[25].



I.5 El pecado

Para mantener su dignidad de imagen el hombre debe mantener su relación con Dios, debe recordar que no es sino un embajador, y su dominio sobre la creación no será eficaz sino en la medida en que esta relación sea real.

Dios modeló al hombre de la tierra y le insufló su propio rûah, haciéndolo un ser viviente, a imagen y semejanza suya, participante del mismo ser de Dios. Pero “al soplo por el que el hombre es constituido en su ser añade Dios su palabra, y esta primera palabra adopta la forma de una prohibición: ‘Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás’ (Gén.2,16s)”[26]. De manera que el hombre se halla ligado a Dios en su mismo ser en virtud del ‘hálito de vida’ que recibió de Él, y se halla ligado a Dios también en su obrar en virtud de la ‘palabra’ de prohibición. “La relación que une al hombre con el creador es, por tanto, una dependencia vital, que se expresa en forma de obediencia”[27].

La desobediencia del ser humano, varón y mujer, narrada en Gén.3,1-7 teniendo como prólogo Gén.2,9-17, rompe la imagen de Dios recibida en la creación. Es el drama del pecado. Y si la imagen y semejanza de Dios se expresaba en la triple dimensión del hombre, es decir, en su relación con el Creador, en su relación con los hombres -consigo mismo y con los demás- y en su relación con la tierra, el pecado marcará a fuego esas tres dimensiones. Precisamente esas tres dimensiones manifestarán ahora la presencia del pecado.

Rompimiento con Dios y con los demás hombres. Luego de romper con Dios libremente por su desobediencia (primera dimensión), la primera consecuencia después del pecado es la de darse cuenta que estaban desnudos (Gén.3,7). El significado de esto es que la diferencia complementaria de las almas y de los cuerpos, creada precisamente en vistas a esa complementariedad y ayuda mutua, se convierte ahora en distinción radical y separatoria y en motivo de vergüenza (segunda dimensión). El sentido más hondo de este versículo no está en que nuestros primeros padres sienten la afectividad y la sensibilidad desordenada sino en que se ha roto el fundamento primero y más profundo de toda comunidad humana. Lo que había sido creado por Dios como elemento esencial para la unidad y perfección del ser humano se convierte ahora en motivo de vergüenza y de turbación. Esta primera manifestación del rompimiento que se produce en el seno de la primera sociedad humana a causa del pecado va acompañada de una segunda, que confirma y ahonda aún más la fractura: el hombre acusa a la mujer de ser la culpable (Gén.3,12). Con este acto se destruye la unión porque el varón se ‘desolidariza’ con la mujer.[28] A partir de ahora “sus relaciones van a ejercerse bajo el signo de la fuerza instintiva: concupiscencia y dominio que desembocarán en los dolores de parto (Gén.3,16)”[29]

Rompimiento consigo mismo. El otro aspecto de lo que hemos llamado la ‘segunda dimensión’ y que se rompe a causa del pecado es la vida interior del hombre. Después del pecado surge una división interna al hombre mismo. “Al Adán unificado por la comunión con el Creador sucede un Adán que tiene miedo y se esconde en presencia de Dios (Gén.3,10). Este miedo, que no tiene nada del auténtico temor de Dios (...) significa la división de la conciencia”[30]. Esta división interna está muy bien expresada por San Pablo en la Carta a los Romanos: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, si no que hago lo que aborrezco. (...) En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mi. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no obro el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mi” (Rm.7,15.17-20)

Rompimiento con la tierra. Por la desobediencia a Dios la tierra (tercera dimensión) es ahora maldita (Gén.3,17-19). El cultivo gozoso del jardín paradisíaco se convertirá ahora en trabajo febril, fatigoso y doloroso. Por el pecado del hombre la creación quedó sujeta a la corrupción (Rm.8,20). La tierra ya no se deja someter sino que se rebela, hasta que el hombre se verá derrotado por ella misma (Gén.3,19). El triunfo inicial del hombre surgiendo victorioso de la tierra por obra de Dios y dominándola a través de su condición de espíritu, a través de su condición de imagen y semejanza de Dios, se convierte ahora en una derrota en la que la misma tierra, rebelándose primero, atraerá al hombre hacia sí para absorberlo después en sí misma: “Polvo eres y al polvo volverás” (Gén.3,19). El triunfo de la creación, del surgir venciendo a la nada, se convierte ahora en la derrota de una cierta aniquilación.



I.6 Conclusión. La aurora del Nuevo Testamento

En el inicio del rompimiento con Dios por parte del hombre y en el inicio de la ofuscación de la imagen y semejanza divinas, estuvo la Serpiente. Y lo primero que hace el autor sagrado al narrar las consecuencias del pecado no es anunciar los efectos funestos que el pecado tendrá en la mujer y el varón, sino proclamar la ‘buena noticia’ de que la cabeza de la Serpiente será destrozada por el linaje de la mujer (Gén.3,15). Es decir, casi en el mismo momento en que se verifica el rechazo de Dios y el oscurecimiento de la imagen divina en el hombre, Dios anuncia la futura restauración de esas relaciones y de la imagen perdida. Es lo que se conoce como el ‘protoevangelio’, el primer anuncio de la gozosa noticia de la redención del hombre y de la restitución a su constitución original. Todo esto se llevará a cabo a través del linaje de la mujer, es decir, a través de un hombre que nacerá de la mujer. “Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” (Gál.4,4-5).

A causa del pecado “el ideal que fijó la creación, al que hay que referirse sin cesar, no puede ya alcanzarse, ni siquiera se puede aspirar a él directamente”[31]. “Adán pecador no puede volver a ser plenamente lo que es por derecho, ‘a imagen de Dios’, a no ser que de nuevo sea modelado ‘a imagen de Cristo’, no ya simplemente a imagen del Verbo, sino a la del crucificado, vencedor de la muerte. Los valores reconocidos en el capítulo 2 del Génesis van a reaparecer, traspuestos, en la persona de Cristo”[32]. Entramos así en el Nuevo Testamento.



II. El hombre en el NuevoTestamento



II.1 Continuidad con la antropología del Antiguo Testamento

Los sinópticos y en general el Nuevo Testamento mantienen una continuidad de lenguaje y de conceptos con la antropología del Antiguo Testamento y del judaísmo. Con la mediación de la traducción griego-alejandrina del Antiguo Testamento, las palabras y los conceptos claves de la antropología veterotestamentaria pasaron con bastante exactitud al Nuevo Testamento. Así, bâsâr es traducido por las palabras griegas sarx (carne) y sóma (cuerpo), ya que en griego existe, al contrario que en hebreo, una palabra especial para designar la carne y otra para designar el cuerpo; néphesh es traducido por psyché y rûah por pneúma. “También en la concepción neotestamentaria el hombre es cuerpo viviente (animado), y las palabras cuerpo y alma designan las distintas formas fenoménicas de la unidad-hombre”[33].

Una demostración de que los conceptos del Antiguo Testamento perviven en el Nuevo es que la palabra sarx en el Nuevo Testamento significa, como bâsâr en el Antiguo, todo el hombre. San Juan, para expresar que el Verbo se hizo hombre, dice que se hizo sarx (Jn.1,14). Incluso esa concepción pasó a la tradición occidental por la traducción de sarx por la palabra latina caro, es decir, carne: “Et Verbum caro factum est”. La ignorancia de este concepto bíblico llevó a algunos, incluso, hasta la herejía. En efecto, Apolinar, en los primeros siglos de la Iglesia, afirmaba que el Verbo se unió directamente a la ‘carne’ de Cristo, a su ‘cuerpo’, de tal manera que la divinidad reemplazaba al alma de Jesús. Y ponía como fundamento la literalidad de las palabras de San Juan: “El Verbo se hizo carne”. Pero la ‘carne’, en realidad, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no designa la ‘parte’ animal y material del hombre, sino a todo el hombre.

De la misma manera, la palabra psyché que normalmente es traducida, por influencia de la concepción griega, como alma, en numerosas ocasiones tiene un evidente sentido de vida, tal como lo tenía el néphesh. Así, por ejemplo, Mc.8,35-37: “Quien quiera salvar su vida (psyché), la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar al mundo entero si arruina su vida? Y ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”. “La sentencia habla del martirio, en el que el hombre no entrega y pierde su alma, sino precisamente su vida terrena, para ganar la eterna. Tal es también la interpretación válida de psyché en sentencias como Mt.6,25; Mc.3,4; 10,45; Lc.12,20”[34].

Ciertamente, también la concepción griega ha influido en el uso de la palabra en el Nuevo Testamento, es decir, el alma como un elemento subsistente que ‘habita’ en el cuerpo, el alma ‘forma’ de una ‘materia’ que es el cuerpo. Siendo espiritual es inmortal mientras que el cuerpo es perecedero. Tenemos dos ejemplos en Heb.13,3, donde se dirige a los lectores como a “los que todavía viven en el cuerpo”, y en Ap.6,9: “Vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios”. En este sentido, la psyché puede designar, en contraposición al cuerpo, la sede de la vida moral y de los sentimientos (Flp.1,27; Ef.6,6; Col.3,23; cf. Mt.22,37s.; 26,38s.; Lc.1,46; Jn.12,27; Hech.4,32; 14,2; 1Pe.2,11), y aun el alma espiritual e inmortal (Mt.10,28.39s.; Hech.2,27; St.1,21; 5,20; 1Pe.1,9).[35] Esta concepción dicotómica del hombre, propia de la filosofía griega, entró en el Nuevo Testamento por influencia de los libros sapienciales más cercanos a él, como el libro de la Sabiduría y el Eclesiástico, escritos en griego y con conocimiento de la sabiduría helénica.



II.2 La restauración de la imagen perdida

Así como en el Antiguo Testamento, según dijimos, la quintaesencia teológica del ser del hombre se cifra en el hecho de que fue creado a imagen y semejanza de Dios, de la misma manera la restauración del hombre, que es la razón de ser del Nuevo Testamento, consistirá en la regeneración del hombre en cuanto imagen de Dios. El concepto de hombre en el Nuevo Testamento aparece siempre referido al de imagen de Dios.

El autor neotestamentario que de manera más evidente refiere su concepción del hombre al relato creacionista del Génesis es San Pablo. Lo cita repetidas veces, al mismo tiempo que lo interpreta. Por lo tanto será él el que nos presente una teología del hombre centrada en la recuperación de la imagen de Dios perdida por el pecado.



II.2.a Cristo es la imagen de Dios

El punto de partida de la antropología teológica de San Pablo se encuentra en el reconocimiento de Cristo como Imagen de Dios por su preexistencia como Hijo y como Verbo. “Él es Imagen de Dios invisible” (Col.1,15), “resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia” (Heb.1,3; cf. Jn.14,9). Santo Tomás dice que el nombre de Imagen es un nombre personal de Cristo, en cuanto procede del Padre y tiene la especie del Padre. El Espíritu Santo no puede ser llamado Imagen porque el Padre y el Hijo en la Trinidad se comportan como un solo principio de expiración[36].

San Pablo, entonces, habla de Cristo como la Imagen preexistente del Padre, pero considerado siempre en la persona histórica y única del Hijo de Dios hecho hombre. Esta realidad queda de manifiesto en el llamado ‘himno de la kénosis’: “Cristo, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se anonadó a sí mismo, y tomó la condición de esclavo, pasando como un hombre más” (Flp.2,6-7).

El punto siguiente en la teología del hombre que presenta San Pablo es el reconocimiento de que, en cuanto Imagen preexistente de Dios, todo fue hecho a través de Cristo y teniendo a Cristo como causa eficiente: “Él es Imagen de Dios invisible –dice San Pablo- Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él; Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia” (Col.1,15-17).

Pero con su Encarnación, el Hijo de Dios ya no es sólo Imagen de Dios en su vida preexistente e intratrinitaria, sino que, desde que se hizo hombre, esa Imagen se expresa al exterior. Por eso, según San Pablo, Cristo es doblemente Imagen de Dios. En primer lugar en el sentido primigenio y antes dicho de ‘resplandor de la gloria del Padre e impronta de su sustancia’. Pero además este ser concreto, encarnado, es la ‘Imagen de Dios’ en cuanto refleja en una naturaleza humana y visible la imagen del Dios invisible. Dice San Pablo: “Si todavía nuestro Evangelio está velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos, cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2Cor.4,3-4).

Al tomar una naturaleza humana Aquel que es el Resplandor del Padre y la Impronta de su sustancia, Aquel que es la Imagen de Dios, se convierte en ese mismo momento y en virtud de ese mismo acto, en Cabeza de todo lo creado y, sobre todo, en Cabeza del hombre, “la única creatura que, en la tierra, Dios ha querido por sí misma”[37]. Y al ser Cabeza de todos los hombres se convierte en Primogénito de muchos hermanos. Dice San Pablo: “Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación” (Col.1,15; cf. Ef.1,10).



II.2.b Cristo es imagen del hombre pecador

La restauración de la divina imagen en el hombre no queda agotada en la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios, por la cual se constituye en Cabeza de la creación. En efecto, había un pecado que pagar y una justicia divina que satisfacer. El primer Adán, por su desobediencia, desfiguró su rostro divino y así hasta su rostro humano quedó también desfigurado. Cristo asume esa desfiguración del rostro divino y humano del hombre pecador: “No tiene ya apariencia de hombre”, dirá Isaías hablando de Cristo (52,11); “No tenía apariencia ni presencia; no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombre (...), como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable. (...) Molido por nuestras culpas” (Is.53,2.3.5); “es un gusano, no un hombre” (Sal.22,7).

Por otro lado, es sumamente sugestivo el hecho de que el Espíritu Santo, por boca de Pilatos (Jn.19,1-5), presente a Cristo azotado (v.1), coronado de espinas (v.2), burlado (v.2.3), abofeteado (v.3) y reconocido inocente (v.4) como la figura prototípica del hombre: “¡Ecce Homo!”[38]. “¡Éste es el Hombre!”. Nunca jamás nadie había indicado de una manera más certera qué y quién es el hombre; y nadie podrá hacerlo en adelante. “¡Éste es el Hombre!”. Éste es el hombre (con minúscula) que no tiene apariencia humana porque a causa de la desobediencia desfiguró su imagen divina. Éste es el Hombre (con mayúscula) que asumió esa desfiguración, pero la asume en la obediencia. Éste es el Hombre que unió la naturaleza humana a Dios. Éste es el Hombre, que por su obediencia y por su humildad, triunfará sobre el pecado y la muerte, los dos enemigos vencedores del primer hombre. En el camino de la restauración del hombre está necesariamente el Ecce Homo, que alcanza su identidad más dramática cuando está en la cruz y grita desde el fondo de su ser: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc.15,34). La respuesta de Dios a ese angustiado grito del Hombre será la resurrección.

Ahora Cristo no es sólo el ‘Primogénito de toda la creación’ (Col.1,15), sino que es además el ‘Primogénito de entre los muertos’ (Col.1,18). Por lo tanto no será sólo Cabeza de todo lo creado, sino que será además ‘Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia’: “Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo” (Col.1,18).



II.2.c ‘En Cristo’ el hombre recupera la imagen de Dios perdida

Así como en la primera creación el Verbo hizo al hombre a imagen de Dios (Gén.1,26; Col.1,16; Jn.1,3), y el hombre ofuscó esa imagen por el pecado, así ahora, con la Encarnación del Verbo, se verifica una segunda creación o, mejor, una re-creación, por la cual el universo entero es renovado y el hombre es hecho a imagen de Cristo. Esto se verifica porque, en Cristo, la naturaleza humana se une a la persona del Hijo de Dios, y así el ser humano recupera la imagen divina perdida. Pero además Cristo regenera en el hombre la imagen divina perdida porque asumió sobre sí mismo la desfiguración del rostro divino del hombre: “Cristo se hizo Él mismo maldición por nosotros” (Gál.3,13). En base a estos dos momentos de la redención, es decir, la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios y el sufrimiento ‘hasta el extremo’ (Jn.13,1) de su humanidad, nace una nueva creación que tiene otra vez en sí la imagen perfecta de Dios, es decir, la imagen de Cristo. “Por tanto –dice San Pablo- el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Cor.5,17; cf. también Gál.6,15).

El centro de esta nueva creación, que afecta también a todo el universo (Col.1,19s.; cf. 2Pe.3,13; Ap.21,1) es, entonces, el ‘hombre nuevo’, creado en Cristo. “Cristo es nuestra paz –dice San Pablo-: el que de los dos pueblos hizo uno solo, derribando el muro que los separaba, la enemistad (...) para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo” (Ef.2,15). Este ‘hombre nuevo’ es el prototipo de la nueva humanidad re-creada por Dios. Esta re-creación se ha dado en la persona de Cristo resucitado como ‘último Adán’ (1Cor.15,45), después de haber dado muerte sobre la cruz al linaje del ‘primer Adán’, corrompido por el pecado.

Ahora, restituida en Cristo la imagen de Dios que el hombre había empañado por el pecado, todo hombre puede y debe recuperar esa imagen divina. Ahora bien, esto no lo hace ya tratando de reproducir la imagen de Elohim (tsélem Elohim; Gén.1,27), sino tratando de reproducir en sí mismo la imagen de Cristo (eikón Xristoû) , a través de la incorporación a Él. Dice San Pablo: “A los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm.8,29). Para reproducir la imagen de Dios, la obediencia del hombre ya no debe ir a la Ley, ni siquiera directamente a Dios, sino a Jesucristo, que es Dios que tomó figura humana (Rm.10,5-13). Así también la fe, ahora, debe ir dirigida a Cristo, dado que “único es el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús” (1Tim.2,5).

Cristo, en cuanto Verbo Encarnado, es “Cabeza de la creación” y, por tanto, es, respecto a todo el universo, “Primogénito de toda la creación” (Col.1,15), y respecto a los hombres “Primogénito de muchos hermanos” (Rm.8,29). Por otra parte, en cuanto que asumió nuestro pecado y nuestra muerte y los venció por la resurrección, Cristo es “Primogénito de entre los muertos” (Col.1,18) y “Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia” (Col.1,18). Si Cristo salva a la humanidad, lo hace como nueva cabeza de linaje, Imagen según la cual Dios restaura toda la creación, especialmente al hombre.

La renovación concreta e histórica de cada hombre se da, entonces, por la incorporación libre a Cristo Cabeza, es decir, por la participación en su Cuerpo, que es la Iglesia (Col.1,18). Y esta incorporación se da a través del bautismo (Rm.6,4), que es participación en la cruz y en la muerte de Cristo. El camino del Ecce Homo debe ser recorrido también por cada hombre, y cada hombre lo hace cuando recibe el bautismo. Se sepulta el ‘hombre viejo’ y se destruye el pecado, que es el principio activo en la destrucción del hombre-imagen de Dios. El Espíritu, que obra por el agua, como en la primera creación, renueva al hombre, lo convierte en nueva creatura (2Cor.5,17), en ‘hombre nuevo’ (Ef.2,15).

De esta manera Cristo restituye a la humanidad caída el esplendor de esa imagen divina que el pecado había empañado (Rm.5,12). Y lo hace imprimiéndole la imagen aún más hermosa de hijo de Dios: “A los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el Primogénito de muchos hermanos” (Rm.8,29). “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo” (Gál.4,4.5.6-7).

Cristo, en cuanto Imagen de Dios, posee la misma gloria del Padre: “El Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo Unigénito, lleno de gracia y de verdad” (Jn.1,14; cf. 2Cor.4,3-4). Esa gloria Él la participa al hombre. En efecto, dice San Pablo: “Todos nosotros con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor” (2Cor.3,18[39]). Esa misma gloria, ya en esta vida, va penetrando más y más al hombre que la acepta, reproduciendo en él la imagen de Cristo. Por eso dice San Pablo: “Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos” (2Cor.3,18). Esa gloria, que penetra hasta las fronteras del alma y el espíritu (Heb.4,12[40]), terminará transformando totalmente al hombre, incluido su cuerpo, convirtiéndolo así en verdadero hombre celestial, no ya terreno. Por eso dice San Pablo: “Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. (...) Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del hombre celestial” (1Cor.15,44.49).

Esta gloria de la que habla San Pablo, en nosotros se identifica con la gracia santificante (Tit.3,5-7; Rm.3,24; etc.), que es la participación de la naturaleza divina (2Pe.1,4). Esta gracia santificante tiene su asiento, inhiere en la esencia del alma y es, en definitiva, lo que transforma radicalmente al hombre. El desenvolvimiento normal de la gracia será la visión beatífica; la gracia es la visión beatífica incohada.

De manera que la regeneración del ser original del hombre ha ido mucho más allá que la mera recuperación de la imagen de Dios en su naturaleza humana. A través de la gracia santificante el hombre se ha convertido en hijo de Dios porque participa de su misma naturaleza. La gracia es la plenitud de la vida nueva en Cristo, comunicación hecha por Dios de una vida que le es propia. A partir de esta realidad los Padres griegos han hablado, legítimamente y con preciso término teológico, de ‘deificación’ del hombre. Aquel ‘seréis como dioses’ que estuvo al origen de la desobediencia (Gén.3,5), se cumple ahora de una manera misteriosa pero real por la incorporación a Cristo por la gracia santificante.



Conclusión

La imagen y semejanza de sí mismo que Dios imprimió en el hombre al crearlo consistían, fundamentalmente, en la naturaleza racional y en la gracia, que el hombre ya poseía desde la creación.[41] En virtud de su naturaleza racional o intelectual el hombre es puesto por encima de toda la creación visible y como dominador de la misma. En virtud de la gracia el hombre conocía y amaba en acto a Dios. Por el pecado el hombre pierde la gracia y pierde por tanto también la caridad. Su rostro divino ha quedado destrozado. Se destruyó la imagen divina que llevaba en su corazón. Y su misma naturaleza racional, que todavía conserva como prenda y posibilidad de una restauración, ha quedado obnubilada y debilitada.

La asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios hace de su naturaleza humana una naturaleza glorificada por la unión a la divinidad en la persona divina. El alma humana de Cristo goza de la visión beatífica y su cuerpo no manifiesta la gloria correspondiente sólo por un milagro especial.[42] Es lo que queda de manifiesto en el hecho de la transfiguración (Mt.17,1-8), donde, por un momento, Cristo muestra a los apóstoles que serán testigos de sus sufrimientos, la gloria que inunda su alma.

A partir de ahora, a partir de la Encarnación la suerte del hombre ha cambiado. Si acepta libremente -como Cristo quiere que sea- la redención, puede recuperar la gracia y así ser de nuevo un espejo pulidísimo que refleje nítidamente la imagen de Dios (cf. 2Cor.3,18). Pero ahora hay una ventaja respecto al momento de la creación: el hombre tiene la posibilidad cierta de incorporarse a Cristo, que es hombre y es Dios. Ahora, por la Encarnación, el hombre puede ser miembro de un Cuerpo cuya Cabeza es un Hombre-Dios. En esto radica precisamente la ventaja de la nueva situación del hombre como producto de la re-creación. Y en virtud de esta incorporación al Cuerpo de Cristo, el hombre se hace hermano de Cristo y por lo tanto hijo de Dios: “Ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gál.4,7). El bautismo es lo que realiza esta incorporación por primera vez y la Eucaristía es lo que robustece y solidifica esa incorporación. La nueva economía de la salvación, la re-creación permite ahora que el hombre se alimente con el bâsâr de un hombre que al mismo tiempo es Dios. Para el hombre no puede haber modo más intenso de unirse a la Cabeza y, por lo tanto, no puede haber modo mejor de ser y manifestar la imagen de Dios.

Los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María Santísima tienen mucho que decirnos para una teología del hombre. En ella, sin ser Dios, la naturaleza humana ha alcanzado un culmen que es, por un lado, muestra del poder de la Encarnación y del Misterio Pascual y, por otro, muestra del grado de renovación y glorificación al que un puro hombre puede llegar, precisamente en virtud de su incorporación a Cristo.

Por tanto, para la Biblia “el tipo auténtico de hombre vivo no es (...) Adán, sino Jesucristo; no es el que salió de la tierra, sino el que bajó del cielo; o, más bien, es Jesucristo prefigurado en Adán, el Adán celestial esbozado por el terrenal”[43]. “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado”[44]. “¡Ecce Homo!”; “¡éste es el Hombre!”. Éste es el Hombre que dice quién es el hombre.



P. Lic. José A. Marcone


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[1] JUAN PABLO II, Encíclica “Dives in Misericordia”, 1.

[2] JUAN PABLO II, Encíclica “Redemptor Hominis”, 13.

[3] JUAN PABLO II, Encíclica “Redemptor Hominis”, 13.

[4] Encíclica “Redemptor Hominis”, 14.

[5] Cf. GARCÍA CORDERO, M., Teología de la Biblia, B.A.C., Madrid, 1970, Tomo I, p. 471.

[6] Cf. GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 472.

[7] DEISSLER, A., Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona, 1967, col.456; citado en GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 480.

[8] Cf. LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, en VTB, Ed. Herder, Barcelona, 1988, p. 391. El hebreo bíblico no posee una palabra para expresar la realidad ‘cuerpo’. Con el término bâsâr se expresa tanto la ‘carne’ como el ‘cuerpo’.

[9] Cf. LÉON-DUFOUR, X., voz Carne, en op. cit., p. 146.

[10] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 147. “Carne de mi carne” en hebreo: bâsâr mibesârí.

[11] LEÓN-DUFOUR, X., ibidem.

[12] LÉON-DUFOUR, X., voz Alma, op. cit., p. 68.

[13] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 392.

[14] LÉON-DUFOUR, X., voz Espíritu, op. cit., p. 295.

[15] JACOB, E., Théologie de l’Ancien Testament, Neuchâtel, 1968, p. 135; citado en GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 489.

[16] Para completar esta teología de los sexos es necesario tener muy en cuenta 1Cor.11,2-16. Según esto Dios es la cabeza de Cristo, Cristo es la cabeza del varón y el varón es la cabeza de la mujer (v.3). Además, “el varón (...) es imagen y reflejo de Dios: pero la mujer es reflejo del varón. En efecto, no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón. Ni fue creado el varón por razón de la mujer, sino al mujer por razón del varón. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del varón, el varón, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios” (11,7-12).

[17] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 393.

[18] LÉON-DUFOUR, X., ibidem. Por eso, tanto el ‘machismo’ como el ‘feminismo’ (que es otra forma de ‘machismo’) atacan al núcleo original de la convivencia humana, y por eso son tan nocivos.

[19] S.Th., I, q. 93, a.1c.9c.

[20] Exemplatum, dice Santo Tomás (S.Th., I, q.93, a.1).

[21] S.Th., I, q.93, a.4.

[22] Cf. GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 478.

[23] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 393.

[24] LÉON-DUFOUR, X., ibidem.

[25] JACOB, E., op. cit., p. 139, citado en GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 480.

[26] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 392.

[27] LÉON-DUFOUR, X., ibidem.

[28] Cf. LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 394.

[29] LÉON-DUFOUR, X., ibidem.

[30] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 395.

[31] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 394.

[32] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 397.

[33] SCHELKLE, K., Teología del Nuevo Testamento, Editorial Herder, Barcelona, 1975, p. 140.

[34] SCHELKLE, K., ibidem.

[35] Esta concepción de la psyché como alma espiritual que habita en el cuerpo llegó al Nuevo Testamento a través de la concepción filosófica griega introducida en el Antiguo Testamento por los libros sapienciales más tardíos.

[36] S.Th, I, q.35, a.2c.

[37] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 24.

[38] En griego: idoù ho ánthropos.

[39] La ‘gloria del Señor’ es la de Jesucristo, porque la ‘gloria de Dios está en la faz de Cristo’ (2Cor4,6).

[40] Se trata de la psyché y el pneúma.

[41] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 93, a. 4; q. 95, a. 1.

[42] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 46, a. 7.

[43] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, en op. cit., p. 391.

[44] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 22.

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