viernes, 21 de noviembre de 2008

Teología Bíblica del Hombre

ESTRUCTURA

Introducción



I. El hombre en el Antiguo Testamento

I.1 Primera aproximación: la terminología para designar al hombre

I.2 El hombre como una unidad

I.3 La creación de la mujer

I.4 A imagen y semejanza de Dios

I.5 El pecado

I.6 Conclusión. La aurora del Nuevo Testamento



II. El hombre en el Nuevo Testamento

II.1 Continuidad con la antropología del Antiguo Testamento

II.2 La restauración de la imagen perdida

II.2.a Cristo es la Imagen de Dios

II.2.b Cristo es imagen del hombre pecador

II.2.c ‘En Cristo’ el hombre recupera la imagen de Dios

Conclusión




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Introducción: El interés de la Iglesia por el hombre

La reflexión sobre el hombre ha ocupado siempre en la Iglesia un lugar privilegiado. De frente a una época que reivindica los derechos del hombre de una manera desmesurada, la Iglesia no ha dejado de insistir, especialmente en estos últimos tiempos, sobre la centralidad que el hombre tiene dentro de la vida de ella misma. Así, ha hecho ver la grandeza del ser humano sin esconder los límites que como criatura tiene. Estos límites consisten en que el hombre permanece siempre circunscrito a la esfera de lo creado, abriéndose maravillosamente a lo divino por el conocimiento y la participación de la misma naturaleza divina (“homo capax Dei”), pero permaneciendo creatura, esencialmente distinto de Dios.

Manifestando el interés que la Iglesia tiene por el hombre, el Concilio Vaticano II ha consagrado un documento completo a la reflexión sobre el hombre en general y sobre el hombre actual en particular. En efecto, en uno de sus primeros números, la Constitución Pastoral Gaudium et Spes se expresa de la siguiente manera: “Es la persona del hombre lo que hay que salvar. (...) Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad, quien será el objeto central de las explicaciones que van a seguir” (GS,3). Sin vacilaciones de ningún tipo el Concilio “proclama la altísima dignidad del hombre y la divina semilla que en éste se oculta” (GS,3), al punto que considera que “el hombre es en la tierra la única creatura que Dios ha querido por sí misma” (GS,24). Esa ‘altísima dignidad del hombre’, según el Concilio, estriba en el hecho de que “el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido en cierto modo, con todo hombre” (GS,22). Es aquí donde está toda la fuerza y la potencia que la reflexión sobre el hombre tiene en este documento del Concilio y que es como un eco de aquella expresión de S. León Magno: “Conoce, oh hombre, tu dignidad”, frase referida a aquel acontecimiento que hace pensar que la grandeza del hombre es inconmensurable, frase referida a la Encarnación del Verbo, por la cual Dios se hace hombre. Y por eso afirma el Concilio que, “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado” (GS,22).

Este esclarecimiento de la grandeza y dignidad del hombre por su unión con Dios en Cristo, en virtud de la unión hipostática, es, según Juan Pablo II, un principio capital en las enseñanzas del Concilio Vaticano II. “Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio”[1].

El mismo Juan Pablo II prolonga esta enseñanza del Concilio diciendo: “Todo hombre (...) es confiado a la solicitud de la Iglesia. (...) El objeto de esta premura es el hombre en su única e irrepetible realidad humana, en la que permanece intacta la imagen y semejanza con Dios mismo”[2]. Y aclara cuál es el hombre del que la Iglesia se ocupa: “Aquí se trata (...) del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre abstracto sino real, del hombre concreto, histórico. Se trata de cada hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio”[3]. Y expresa cuán esencial es a la Iglesia el problema del hombre: “El hombre en su realidad singular (porque es persona) (...). El hombre en la plena verdad de su existencia, de su ser personal y a la vez de su ser comunitario y social (...) este hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimiento de su misión, él es el camino primero y fundamental de la Iglesia, camino trazado por el mismo Cristo, vía que inmutablemente pasa por el misterio de la Encarnación y de la Redención”[4].

Este interés de la Iglesia por el hombre no existiría si el hombre no fuese ya en la Sagrada Escritura un personaje principal. La Biblia es esa maravillosa realidad que guarda una analogía estrecha con el misterio de la Encarnación. En la Biblia el Verbo de Dios se hace verbo humano, la Palabra de Dios se hace palabra humana, aceptando todas las limitaciones que lo humano le impone, pero permaneciendo siempre Palabra de Dios. En ella, al igual que en la vida de la Iglesia, el hombre ocupa un puesto central, desde el inicio del Génesis, en el que el hombre es presentado como la cúspide de la obra creadora al cabo de los seis días (Gén.1,26-31), hasta la llegada del Hijo del Hombre, nombre que reivindicó para sí como nombre propio aquel que era por naturaleza Hijo de Dios.

En este artículo trataremos de exponer las líneas fundamentales de una teología bíblica acerca del hombre. Hacer esto significa presentar lo que la Palabra de Dios nos revela acerca del hombre y extraer de ello, a través de un procedimiento racional, las verdades de fe que iluminan lo que el hombre es de cara a Dios y aclaran el camino que el hombre debe recorrer para encontrarse con Él.



I. El hombre en el Antiguo Testamento



I.1 Primera aproximación: la terminología para designar al hombre

El análisis de la terminología que usa el Antiguo Testamento para designar al ser humano, nos permitirá hacer un primer acercamiento al concepto bíblico de hombre.

‘Adam. La primera palabra hebrea con que se designa en el Antiguo Testamento al hombre es ‘adam. Así como el nombre latino de homo se relaciona con el humus o tierra laborable -con la que está vinculado toda su vida-, así también en hebreo el nombre específico de ‘adam está relacionado con la ‘adamáh, ‘tierra arcillosa’, ‘suelo’, de la cual fue formado, tal como se narra en Gén.2,7. Pero el hombre no sólo es aquel que está formado de tierra como todos los vivientes del campo y todas las aves del cielo, tal como se dice en Gén.2,19, sino además es aquel que está destinado a cultivar esa tierra (Gén.2,5). En otras palabras, no sólo depende de la tierra en cuanto a su origen sino que además posee en sí aquellas fuerzas que lo hacen capaz de dominar la tierra de la que ha sido formado, es capaz de darle a la tierra su propia forma; es ahora la tierra la que se convierte en sujeto moldeable por el hombre.

Esta vinculación estrecha que guarda el hombre con la tierra tiene un hondo contenido teológico. En efecto, dado que ha sido hecho de la tierra, queda claro que el hombre no es una divinidad caída en desgracia de lo alto, sino que es algo que emerge, por imperativo divino, del mismo complejo de la creación. Su condición de creatura, surgida por gratuita decisión de Dios (“Hagamos al hombre...”, Gén.1,26) queda remarcada en los dos relatos de la creación del hombre que nos presenta el Génesis.[5]

Es interesante notar que ‘adam se usa tanto para el individuo que conocemos con ese nombre (Gén.3,20; 5,3) como también como término colectivo, de manera que designa, cuando es usado así, a toda la especie humana (Gén.1,27; 2,5).

‘Enosh. Otro término que usa el Antiguo Testamento para designar al hombre es ‘enosh, sustantivo que proviene del verbo ser débil. Casi siempre esta palabra está en relación con la palabra ‘adam, y así al llamar ‘enosh al hombre, la Biblia recalca que se trata de un ser, que por estar hecho de arcilla, es débil y mortal.

‘Isch. Pero es muy llamativo el hecho de que en paralelo con el término ‘adam aparece también otro término para significar hombre: es el término ‘isch, que significa fuerza. Así como ‘adam habla del origen y apariencia del hombre y ‘enosh de su debilidad, ‘isch designa al hombre en cuanto dotado de poder, más concretamente el poder de elegir y trazar su propio destino, y en este sentido expresa la facultad de querer y elegir.

Gueber. El Antiguo Testamento emplea también para designar al hombre el término gueber, que se usa sobre todo para el varón adulto, diferenciándolo de la mujer y del niño. Este término quiere decir fuerza, pero se refiere sobre todo a la fuerza corporal, aunque la Sagrada Escritura usa esta palabra también para designar la fuerza con la que el hombre se opone a Dios. En definitiva, esta palabra expresa aquella energía específicamente humana, que a veces, en su deseo excesivo de autoafirmarse, llega hasta a oponerse a Dios.

De acuerdo a lo que hemos expuesto, podemos decir que si es verdad que ‘adam insiste sobre la especie humana, ‘enosh sobre su debilidad, ‘isch sobre su poder y gueber sobre su fuerza, podemos afirmar que el hombre, según el Antiguo Testamento, es un ser perecedero, que no vive sino como miembro de un grupo, pero que es también un personaje poderoso, capaz de elegir y dominar. Esta encuesta semántica que hemos hecho nos presenta, en resumen, de qué modo la Palabra de Dios en el Antiguo Testamento concibe al ser humano: algo pequeño y débil, pero al mismo tiempo algo grandioso y poderoso.[6]



I.2 El hombre como una unidad

Una de las notas más características del concepto veterotestamentario de hombre es que considera a éste como una unidad. El hombre, para el pensamiento bíblico del Antiguo Testamento, no es un compuesto de alma espiritual y cuerpo; el hombre es para él un ser viviente dotado de la capacidad de pensar, querer y elegir. “El Antiguo Testamento no conoce una definición filosófica del hombre y de sus elementos constitutivos. De ahí lo inadecuado de la cuestión sobre una concepción tricotómica o dicotómica del hombre en el Antiguo Testamento. El hombre aquí es, más bien, considerado como un todo viviente, cuyos aspectos principales son bâsâr (carne), néphesh (alma) y rûah (espíritu)”[7]. A tal punto concibe al hombre como un todo viviente que esas realidades recién nombradas (bâsâr, néphesh y rûah), que constituyen los aspectos principales del ser humano, son, en general, sujeto de las mismas operaciones. El hombre para el Antiguo Testamento es néphesh en cuanto es un ser animado por el espíritu de vida; es rûah en cuanto es un ser esencialmente abierto a Dios; y es bâsâr en cuanto es una criatura perecedera, que posee un cuerpo que expresa al exterior las características del néphesh y del rûah.[8]

El hombre es ‘bâsâr’. Para el Antiguo Testamento el hombre es bâsâr, es carne, no porque esté compuesto de una ‘materia’ animada por una ‘forma’, sino porque todo lo que el hombre es se expresa a través de esta carne que es su cuerpo. A su vez, esta carne es lo que caracteriza a la persona humana en su condición terrena y perecedera.[9]

Expresando su faceta de ser creado, terreno y perecedero, bâsâr indica, sin embargo, al hombre en sí mismo y al hombre entero e, incluso, el fondo de la persona. “Así Adán ve otro él en la mujer que Dios le presenta; pero no dice que tiene, como él, un alma, sino que exclama: ‘Ésta es hueso de mis huesos y carne de mi carne’ (Gén.2,23; cf. Sir.36,24)”[10]. Por eso bâsâr “puede expresar la persona misma, el ‘yo’ (Qoh.4,5; 5,5; 2Cor.7,5) y hasta sus actividades de orden psicológico, con un matiz corporal (...): la carne sufre (Job 14,22), tiene miedo (Sal.119,120), languidece de deseo (Sal.63,2) o grita de júbilo (Sal.84,3)”[11]. Queda claro, entonces, que la palabra bâsâr, que significa carne, sirve para denominar al hombre completo, pero haciendo hincapié en los matices que hemos mencionado.

El hombre es ‘néphesh’. La palabra hebrea néphesh puede ser traducida con cierta legitimidad por nuestra occidental palabra alma, pero con la salvedad antedicha, es decir, sin concebir el néphesh como la ‘forma’ del cuerpo. El néphesh, “lejos de ser una ‘parte’ que juntamente con el cuerpo compone el ser humano, designa al hombre entero en cuanto animado por un espíritu de vida. Propiamente hablando, no habita en un cuerpo, sino que se expresa por el cuerpo, el cual, al igual que la carne, designa también al hombre entero. Si el alma, en virtud de su relación con el Espíritu, indica en el hombre su origen espiritual, esta ‘espiritualidad’ tiene profundas raíces en el mundo concreto”[12].

En el segundo relato de la creación del hombre (Gén.2,4-8.18-25) el resultado total de la acción creadora de Dios sobre el polvo tomado del suelo y modelado, es el néphesh hayyah, es decir, un espíritu viviente o un alma viviente. El hombre entero es un néphesh viviente. Si gracias al néphesh el hombre es un ser viviente, fácilmente el término néphesh pasó a significar la vida. Así, muchas veces, alma y vida se identifican (Ex.21,23; Sal.74,19).

El hecho de que el hombre llegue a ser un néphesh viviente por la acción creadora de Dios tiene consecuencias muy importantes para la concepción bíblica del hombre. El hombre es modelado de la tierra por Dios y es Dios el que le insufla el espíritu de vida; recién entonces se constituye como criatura libre. Por lo tanto el hombre tiene una relación esencial y constante con Dios. El hombre es a la vez un ser personal y un ser dependiente de Dios. Entonces, “la religión no viene a completar en él una naturaleza humana ya consistente, sino que desde su origen entra en su estructura. Hablar del hombre sin ponerlo en relación con Dios sería, pues, un contrasentido”[13].

El hombre es ‘rûah’. Esta palabra en hebreo significa soplo. Puede tratarse del soplo del viento material. Pero también designa el hálito de la respiración del hombre y, por extensión, designa el espíritu del hombre. También puede designar el Espíritu de Dios (Gén.1,2). Aún más, en Dios está la plenitud del rûah, a tal punto que en algunos textos rûah es el nombre de Dios. De manera que el rûah del hombre es participación del rûah de Dios. Por esto en el Antiguo Testamento se afirma claramente que el rûah del hombre viene de Dios (Gén.2,7; 6,3; Job 33,4); por esta razón uno de los nombres de Yahveh es “Dios de los ruhôt” (Núm.27,16). Ese rûah del hombre vuelve a Dios con la muerte (Job 34,14s.; Qoh.12,7; Sap.15,11).

En el hombre, entonces, rûah es la fuerza que sostiene y anima al cuerpo. Mientras este rûah está en el hombre pertenece realmente a él y hace de su carne inerte un ser operante, un alma viva (Gén.2,7). En definitiva, “la palabra rûah es la expresión misma de la conciencia humana, del espíritu. Entregar en las manos de Dios este espíritu (Sal. 31,6 = Lc.23,46) es a la vez exhalar el último suspiro y encomendar a Dios la única riqueza del hombre, su mismo ser”[14]. También es sujeto de actos intelectivos. Los proyectos e intenciones intelectuales se presentan como algo que sube al rûah (Ez.20,32; Is.65,17; Jer.3,16; 7,31; 44,21). La renovación del rûah implica una purificación espiritual. El salmista pide a Dios que le infunda un rûah recto (Sal.51,12). Por eso el rûah, como sede de la vida afectiva e intelectual, aparece en paralelo con el corazón, centro por antonomasia del mundo emocional.

El ‘corazón’. Hay en el hebreo del Antiguo Testamento una palabra que resume de alguna manera los contenidos conceptuales expresados por las palabras bâsâr, néphesh y rûah: es la palabra corazón. En la perspectiva conceptual hebraica, el corazón –en hebreo lêb- significa lo más recóndito e íntimo del ser humano. Por eso lêb –corazón-, y qéreb, -interior, medio- aparecen asociadas muchas veces (cf. 1Sam.25,37; Jer.23,9; Sal.64,7). El corazón es insondable y misterioso, y sólo Dios puede conocerlo (1Sam.16,7), y en su misterio es centro de acciones intelectuales al par que afectivas. Al hombre cuerdo y sensato se lo llama hombre ‘de corazón’ (Jb.12,3; 34,10.34). Y al hombre poco inteligente se lo califica como ‘falto de corazón’ (Prov.6,32; 7,7; Os.7,11; Jer.5,21). La misma conciencia se identifica con la actividad del corazón; así, los remordimientos de conciencia se atribuyen al corazón. Por eso, la mujer de Nabal, Abigaíl, dice a David: “No sentirá mi señor el remordimiento de conciencia –lêb- por haber derramado sangre sin motivo...” (1Sam.25,31). “El corazón tiene un lugar tan destacado en la antropología israelita, y es de tal manera una concentración del hombre, que podría sentirse uno tentado a asimilarlo al néphesh y decir: el hombre es su corazón”[15].



I.3 La creación de la mujer

Hasta ahora hemos hablado del hombre en general, considerado más bien como ‘ser humano’. Sin embargo, para el pensamiento veterotestamentario es esencial la diferenciación de los sexos. En efecto, faltaría algo esencial a los relatos de la creación del hombre si no se tuviera en cuenta la creación de la mujer; en este caso dichos relatos estarían incompletos.

En el primer relato de la creación del ser humano (Gén.1,26-31) la diferencia de los sexos se manifiesta como una riqueza que permite expresar mejor la imagen de Dios. Eso es lo que significa la repetición del v.27 y la sustitución de la expresión ‘a imagen de Dios’ por la de ‘macho y hembra’: “A imagen suya creó Dios al ser humano (‘adam), a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó”. El hecho de que la diferenciación de los sexos ayude a expresar la riqueza de la imagen de Dios no se debe al hecho de que pueda encontrarse en Dios notas femeninas y notas masculinas, al punto que pueda hablarse de la ‘feminidad’ de Dios, como lo hacen –equivocadamente- algunos teólogos. Es más bien al contrario; dada la simplicidad de Dios, dada la plenitud de ser de Dios, en la creación, debido a su finitud y limitación, sólo se expresa mejor esa plenitud en la diferenciación y variedad de las creaturas.

La denominación de ‘macho y hembra’ de ninguna manera es una expresión peyorativa ni significa una asimilación a los animales; esta denominación se halla en la línea del significado de bâsâr, es decir, la palabra que expresa a todo el hombre haciendo hincapié en su realidad corporal. En otras palabras, si el hombre es bâsâr y con esta palabra se designa lo específicamente humano, ‘macho y hembra’ a su vez determina a bâsâr, permaneciendo en lo específicamente humano y no trasvasando la expresión a lo animal. Tiene entonces esta expresión el pleno significado de ‘varón y mujer’.

En el segundo relato de la creación del hombre (Gén.2,4-8.18-25) se hace mención más explícita a la creación de la mujer y se ubica de una manera más precisa la figura y la función de la mujer en el complejo de la creación. En el v.18 se establece ya la naturaleza social del hombre y su indigencia, es decir, la necesidad de una ayuda proporcionada a su ser y a su misión en la creación: “No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada”. En los v.19-20 el varón le pone nombre a todos los animales manifestando así su dominio sobre toda la creación. Sin embargo, esa labor de dominio propia del varón no logra realizarlo a él como ser humano, no lo plenifica. Por eso dice que después de esta actividad “no encontró una ayuda adecuada”. Viene entonces la creación de la mujer, que es la respuesta a esa imposibilidad por parte del ser humano-varón de ser perfecto, de ser pleno, de ser feliz en la realización de su labor de dominio sobre la creación. Hizo Dios dormir al hombre, le sacó una costilla, rellenó el espacio con carne y de la costilla modeló a la mujer (v.21-22). A pesar de que es modelada de una ‘materia prima’ más noble que la del varón, ella también es de barro, aunque indirectamente. Sin embargo, este gesto de Dios de formarla del varón tiene su significación: ella está llamada a completar lo humano, a llevar a la perfección el ser y la misión del hombre sobre la tierra; sin la mujer lo humano no es total y verdaderamente humano.[16]

Por lo recién dicho nos damos cuenta que la creación de la mujer está ordenada esencialmente a hacer posible y a perfeccionar la naturaleza intrínsecamente social del ser humano. Por eso “la diferencia fundamental de los sexos es a la vez el tipo y la fuente de la vida social”[17]. La primera sociedad humana, en la que el hombre encontró ya todos los elementos para llegar a la perfección, estaba constituida por el primer varón y la primera mujer. Por eso, “todo contacto con el prójimo halla su ideal en esta relación primera, hasta tal punto que Dios mismo expresará la alianza contraída con su pueblo con la imagen de los desposorios”[18].



I.4 A imagen y semejanza de Dios

En los tres puntos anteriores hemos presentado algunos elementos para una antropología bíblica del Antiguo Testamento y apenas nos hemos asomado a una teología propiamente dicha. Es necesario abrirse ahora de una manera clara a una antropología teológica, en la cual se manifieste plenamente lo que piensa el Antiguo Testamento del hombre. Es lo que queremos hacer en este punto.

La Biblia, al hablar del hombre, no lo mira como un microcosmo que reúne dos mundos, el espiritual y el material, como lo haría la filosofía griega. La Biblia considera al hombre siempre frente a Dios, cuya imagen es. La antropología, en el Antiguo Testamento, está íntimamente ligada a la teología y estará, por lo tanto, en el Nuevo Testamento, ligada a la cristología.

Los dos relatos de la creación del hombre que trae el Génesis se complementan entre sí de una manera admirable. Pero es sobre todo el primero el que nos da una visión teológica del hombre. Digámoslo con palabras breves: la quintaesencia del pensamiento bíblico sobre el hombre está en que fue creado “a imagen y semejanza de Dios”. Según Santo Tomás de Aquino hay razones suficientes para que entre el concepto de ‘imagen’ y el de ‘semejanza’ haya una adecuada distinción[19]. La noción de semejanza según el Angélico está indicando que el hombre ha sido hecho teniendo como ejemplar a Dios, teniendo en cuenta que semejanza no es igualdad, porque el ejemplar excede infinitamente al ‘ejemplado’[20]. La noción de ‘imagen’, en cambio, según el Aquinate, dice relación directa a la naturaleza intelectual del hombre, y más imagen de Dios será mientras su naturaleza intelectual más pueda imitar a Dios[21].

En el contexto mismo del texto del Génesis la expresión ‘a imagen y semejanza’ tiene el valor de una declaración enfática y dice relación sobre todo a la soberanía que el hombre ejerce sobre los animales y sobre todo el mundo. Puesto que todo el relato de la creación describe a Elohim como un ser personal, que obra soberanamente, crea y dispone todas las cosas con sabiduría, es lícito pensar que el autor sagrado ve en la semejanza con Dios lo que distingue al hombre de los otros vivientes: su facultad de pensar y de querer por sí mismo, es decir, lo que lo constituye como persona.[22] La relación que Dios mismo pone entre el hombre y la creación (Gén.1,28-31; 2,8-15) está directamente orientada a manifestar que el hombre es imagen de Dios. En efecto, la primera consecuencia que se sigue del hecho de ser creados a imagen y semejanza de Dios es el dominio sobre toda la creación: “Dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves del cielo, y en las bestias y en toda la tierra, y en todas las sierpes que serpean por la tierra’” (Gén.1,26). Esto mismo es lo que significa el día del reposo del Señor (Gén.2,1-3) y el mandamiento del reposo sabático para el hombre (Éx.20,8-11), ya que “el séptimo día, día de reposo, marca la medida del trabajo humano, pues la obra de las manos del hombre debe expresar la obra del creador”[23].

“El hombre desempeña su papel de imagen en dos actividades mayores: como imagen de la paternidad divina debe multiplicarse para llenar la tierra; como imagen del señorío divino debe someter la tierra a su dominio. El hombre es señor de la tierra, es presencia de Dios en la tierra”[24].

Esta semejanza con Elohim que recibe de Dios después de la creación, el hombre la transmite a sus descendientes (Gén.5,1-3); es un bien permanente en los seres humanos y la garantía que protege su vida y la hace intangible. Por eso el que derrama la sangre del hombre ultraja la imagen de Dios. Dice explícitamente el libro del Génesis: “Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (9,6).

Hay otro aspecto que queda expresado dentro de la expresión ‘a imagen y semejanza’: “Desde la serpiente del Génesis hasta las bestias de Daniel, las fuerzas del mal están simbolizadas por poderes animales; por eso es que se puede pensar que la imagen de Dios y el dominio sobre los animales implican también en una cierta medida, el dominio sobre el mal”[25].



I.5 El pecado

Para mantener su dignidad de imagen el hombre debe mantener su relación con Dios, debe recordar que no es sino un embajador, y su dominio sobre la creación no será eficaz sino en la medida en que esta relación sea real.

Dios modeló al hombre de la tierra y le insufló su propio rûah, haciéndolo un ser viviente, a imagen y semejanza suya, participante del mismo ser de Dios. Pero “al soplo por el que el hombre es constituido en su ser añade Dios su palabra, y esta primera palabra adopta la forma de una prohibición: ‘Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás’ (Gén.2,16s)”[26]. De manera que el hombre se halla ligado a Dios en su mismo ser en virtud del ‘hálito de vida’ que recibió de Él, y se halla ligado a Dios también en su obrar en virtud de la ‘palabra’ de prohibición. “La relación que une al hombre con el creador es, por tanto, una dependencia vital, que se expresa en forma de obediencia”[27].

La desobediencia del ser humano, varón y mujer, narrada en Gén.3,1-7 teniendo como prólogo Gén.2,9-17, rompe la imagen de Dios recibida en la creación. Es el drama del pecado. Y si la imagen y semejanza de Dios se expresaba en la triple dimensión del hombre, es decir, en su relación con el Creador, en su relación con los hombres -consigo mismo y con los demás- y en su relación con la tierra, el pecado marcará a fuego esas tres dimensiones. Precisamente esas tres dimensiones manifestarán ahora la presencia del pecado.

Rompimiento con Dios y con los demás hombres. Luego de romper con Dios libremente por su desobediencia (primera dimensión), la primera consecuencia después del pecado es la de darse cuenta que estaban desnudos (Gén.3,7). El significado de esto es que la diferencia complementaria de las almas y de los cuerpos, creada precisamente en vistas a esa complementariedad y ayuda mutua, se convierte ahora en distinción radical y separatoria y en motivo de vergüenza (segunda dimensión). El sentido más hondo de este versículo no está en que nuestros primeros padres sienten la afectividad y la sensibilidad desordenada sino en que se ha roto el fundamento primero y más profundo de toda comunidad humana. Lo que había sido creado por Dios como elemento esencial para la unidad y perfección del ser humano se convierte ahora en motivo de vergüenza y de turbación. Esta primera manifestación del rompimiento que se produce en el seno de la primera sociedad humana a causa del pecado va acompañada de una segunda, que confirma y ahonda aún más la fractura: el hombre acusa a la mujer de ser la culpable (Gén.3,12). Con este acto se destruye la unión porque el varón se ‘desolidariza’ con la mujer.[28] A partir de ahora “sus relaciones van a ejercerse bajo el signo de la fuerza instintiva: concupiscencia y dominio que desembocarán en los dolores de parto (Gén.3,16)”[29]

Rompimiento consigo mismo. El otro aspecto de lo que hemos llamado la ‘segunda dimensión’ y que se rompe a causa del pecado es la vida interior del hombre. Después del pecado surge una división interna al hombre mismo. “Al Adán unificado por la comunión con el Creador sucede un Adán que tiene miedo y se esconde en presencia de Dios (Gén.3,10). Este miedo, que no tiene nada del auténtico temor de Dios (...) significa la división de la conciencia”[30]. Esta división interna está muy bien expresada por San Pablo en la Carta a los Romanos: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, si no que hago lo que aborrezco. (...) En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mi. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mi, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no obro el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mi” (Rm.7,15.17-20)

Rompimiento con la tierra. Por la desobediencia a Dios la tierra (tercera dimensión) es ahora maldita (Gén.3,17-19). El cultivo gozoso del jardín paradisíaco se convertirá ahora en trabajo febril, fatigoso y doloroso. Por el pecado del hombre la creación quedó sujeta a la corrupción (Rm.8,20). La tierra ya no se deja someter sino que se rebela, hasta que el hombre se verá derrotado por ella misma (Gén.3,19). El triunfo inicial del hombre surgiendo victorioso de la tierra por obra de Dios y dominándola a través de su condición de espíritu, a través de su condición de imagen y semejanza de Dios, se convierte ahora en una derrota en la que la misma tierra, rebelándose primero, atraerá al hombre hacia sí para absorberlo después en sí misma: “Polvo eres y al polvo volverás” (Gén.3,19). El triunfo de la creación, del surgir venciendo a la nada, se convierte ahora en la derrota de una cierta aniquilación.



I.6 Conclusión. La aurora del Nuevo Testamento

En el inicio del rompimiento con Dios por parte del hombre y en el inicio de la ofuscación de la imagen y semejanza divinas, estuvo la Serpiente. Y lo primero que hace el autor sagrado al narrar las consecuencias del pecado no es anunciar los efectos funestos que el pecado tendrá en la mujer y el varón, sino proclamar la ‘buena noticia’ de que la cabeza de la Serpiente será destrozada por el linaje de la mujer (Gén.3,15). Es decir, casi en el mismo momento en que se verifica el rechazo de Dios y el oscurecimiento de la imagen divina en el hombre, Dios anuncia la futura restauración de esas relaciones y de la imagen perdida. Es lo que se conoce como el ‘protoevangelio’, el primer anuncio de la gozosa noticia de la redención del hombre y de la restitución a su constitución original. Todo esto se llevará a cabo a través del linaje de la mujer, es decir, a través de un hombre que nacerá de la mujer. “Llegada la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley” (Gál.4,4-5).

A causa del pecado “el ideal que fijó la creación, al que hay que referirse sin cesar, no puede ya alcanzarse, ni siquiera se puede aspirar a él directamente”[31]. “Adán pecador no puede volver a ser plenamente lo que es por derecho, ‘a imagen de Dios’, a no ser que de nuevo sea modelado ‘a imagen de Cristo’, no ya simplemente a imagen del Verbo, sino a la del crucificado, vencedor de la muerte. Los valores reconocidos en el capítulo 2 del Génesis van a reaparecer, traspuestos, en la persona de Cristo”[32]. Entramos así en el Nuevo Testamento.



II. El hombre en el NuevoTestamento



II.1 Continuidad con la antropología del Antiguo Testamento

Los sinópticos y en general el Nuevo Testamento mantienen una continuidad de lenguaje y de conceptos con la antropología del Antiguo Testamento y del judaísmo. Con la mediación de la traducción griego-alejandrina del Antiguo Testamento, las palabras y los conceptos claves de la antropología veterotestamentaria pasaron con bastante exactitud al Nuevo Testamento. Así, bâsâr es traducido por las palabras griegas sarx (carne) y sóma (cuerpo), ya que en griego existe, al contrario que en hebreo, una palabra especial para designar la carne y otra para designar el cuerpo; néphesh es traducido por psyché y rûah por pneúma. “También en la concepción neotestamentaria el hombre es cuerpo viviente (animado), y las palabras cuerpo y alma designan las distintas formas fenoménicas de la unidad-hombre”[33].

Una demostración de que los conceptos del Antiguo Testamento perviven en el Nuevo es que la palabra sarx en el Nuevo Testamento significa, como bâsâr en el Antiguo, todo el hombre. San Juan, para expresar que el Verbo se hizo hombre, dice que se hizo sarx (Jn.1,14). Incluso esa concepción pasó a la tradición occidental por la traducción de sarx por la palabra latina caro, es decir, carne: “Et Verbum caro factum est”. La ignorancia de este concepto bíblico llevó a algunos, incluso, hasta la herejía. En efecto, Apolinar, en los primeros siglos de la Iglesia, afirmaba que el Verbo se unió directamente a la ‘carne’ de Cristo, a su ‘cuerpo’, de tal manera que la divinidad reemplazaba al alma de Jesús. Y ponía como fundamento la literalidad de las palabras de San Juan: “El Verbo se hizo carne”. Pero la ‘carne’, en realidad, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no designa la ‘parte’ animal y material del hombre, sino a todo el hombre.

De la misma manera, la palabra psyché que normalmente es traducida, por influencia de la concepción griega, como alma, en numerosas ocasiones tiene un evidente sentido de vida, tal como lo tenía el néphesh. Así, por ejemplo, Mc.8,35-37: “Quien quiera salvar su vida (psyché), la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre ganar al mundo entero si arruina su vida? Y ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”. “La sentencia habla del martirio, en el que el hombre no entrega y pierde su alma, sino precisamente su vida terrena, para ganar la eterna. Tal es también la interpretación válida de psyché en sentencias como Mt.6,25; Mc.3,4; 10,45; Lc.12,20”[34].

Ciertamente, también la concepción griega ha influido en el uso de la palabra en el Nuevo Testamento, es decir, el alma como un elemento subsistente que ‘habita’ en el cuerpo, el alma ‘forma’ de una ‘materia’ que es el cuerpo. Siendo espiritual es inmortal mientras que el cuerpo es perecedero. Tenemos dos ejemplos en Heb.13,3, donde se dirige a los lectores como a “los que todavía viven en el cuerpo”, y en Ap.6,9: “Vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios”. En este sentido, la psyché puede designar, en contraposición al cuerpo, la sede de la vida moral y de los sentimientos (Flp.1,27; Ef.6,6; Col.3,23; cf. Mt.22,37s.; 26,38s.; Lc.1,46; Jn.12,27; Hech.4,32; 14,2; 1Pe.2,11), y aun el alma espiritual e inmortal (Mt.10,28.39s.; Hech.2,27; St.1,21; 5,20; 1Pe.1,9).[35] Esta concepción dicotómica del hombre, propia de la filosofía griega, entró en el Nuevo Testamento por influencia de los libros sapienciales más cercanos a él, como el libro de la Sabiduría y el Eclesiástico, escritos en griego y con conocimiento de la sabiduría helénica.



II.2 La restauración de la imagen perdida

Así como en el Antiguo Testamento, según dijimos, la quintaesencia teológica del ser del hombre se cifra en el hecho de que fue creado a imagen y semejanza de Dios, de la misma manera la restauración del hombre, que es la razón de ser del Nuevo Testamento, consistirá en la regeneración del hombre en cuanto imagen de Dios. El concepto de hombre en el Nuevo Testamento aparece siempre referido al de imagen de Dios.

El autor neotestamentario que de manera más evidente refiere su concepción del hombre al relato creacionista del Génesis es San Pablo. Lo cita repetidas veces, al mismo tiempo que lo interpreta. Por lo tanto será él el que nos presente una teología del hombre centrada en la recuperación de la imagen de Dios perdida por el pecado.



II.2.a Cristo es la imagen de Dios

El punto de partida de la antropología teológica de San Pablo se encuentra en el reconocimiento de Cristo como Imagen de Dios por su preexistencia como Hijo y como Verbo. “Él es Imagen de Dios invisible” (Col.1,15), “resplandor de la gloria de Dios e impronta de su sustancia” (Heb.1,3; cf. Jn.14,9). Santo Tomás dice que el nombre de Imagen es un nombre personal de Cristo, en cuanto procede del Padre y tiene la especie del Padre. El Espíritu Santo no puede ser llamado Imagen porque el Padre y el Hijo en la Trinidad se comportan como un solo principio de expiración[36].

San Pablo, entonces, habla de Cristo como la Imagen preexistente del Padre, pero considerado siempre en la persona histórica y única del Hijo de Dios hecho hombre. Esta realidad queda de manifiesto en el llamado ‘himno de la kénosis’: “Cristo, siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se anonadó a sí mismo, y tomó la condición de esclavo, pasando como un hombre más” (Flp.2,6-7).

El punto siguiente en la teología del hombre que presenta San Pablo es el reconocimiento de que, en cuanto Imagen preexistente de Dios, todo fue hecho a través de Cristo y teniendo a Cristo como causa eficiente: “Él es Imagen de Dios invisible –dice San Pablo- Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él; Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia” (Col.1,15-17).

Pero con su Encarnación, el Hijo de Dios ya no es sólo Imagen de Dios en su vida preexistente e intratrinitaria, sino que, desde que se hizo hombre, esa Imagen se expresa al exterior. Por eso, según San Pablo, Cristo es doblemente Imagen de Dios. En primer lugar en el sentido primigenio y antes dicho de ‘resplandor de la gloria del Padre e impronta de su sustancia’. Pero además este ser concreto, encarnado, es la ‘Imagen de Dios’ en cuanto refleja en una naturaleza humana y visible la imagen del Dios invisible. Dice San Pablo: “Si todavía nuestro Evangelio está velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos, cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2Cor.4,3-4).

Al tomar una naturaleza humana Aquel que es el Resplandor del Padre y la Impronta de su sustancia, Aquel que es la Imagen de Dios, se convierte en ese mismo momento y en virtud de ese mismo acto, en Cabeza de todo lo creado y, sobre todo, en Cabeza del hombre, “la única creatura que, en la tierra, Dios ha querido por sí misma”[37]. Y al ser Cabeza de todos los hombres se convierte en Primogénito de muchos hermanos. Dice San Pablo: “Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación” (Col.1,15; cf. Ef.1,10).



II.2.b Cristo es imagen del hombre pecador

La restauración de la divina imagen en el hombre no queda agotada en la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios, por la cual se constituye en Cabeza de la creación. En efecto, había un pecado que pagar y una justicia divina que satisfacer. El primer Adán, por su desobediencia, desfiguró su rostro divino y así hasta su rostro humano quedó también desfigurado. Cristo asume esa desfiguración del rostro divino y humano del hombre pecador: “No tiene ya apariencia de hombre”, dirá Isaías hablando de Cristo (52,11); “No tenía apariencia ni presencia; no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombre (...), como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable. (...) Molido por nuestras culpas” (Is.53,2.3.5); “es un gusano, no un hombre” (Sal.22,7).

Por otro lado, es sumamente sugestivo el hecho de que el Espíritu Santo, por boca de Pilatos (Jn.19,1-5), presente a Cristo azotado (v.1), coronado de espinas (v.2), burlado (v.2.3), abofeteado (v.3) y reconocido inocente (v.4) como la figura prototípica del hombre: “¡Ecce Homo!”[38]. “¡Éste es el Hombre!”. Nunca jamás nadie había indicado de una manera más certera qué y quién es el hombre; y nadie podrá hacerlo en adelante. “¡Éste es el Hombre!”. Éste es el hombre (con minúscula) que no tiene apariencia humana porque a causa de la desobediencia desfiguró su imagen divina. Éste es el Hombre (con mayúscula) que asumió esa desfiguración, pero la asume en la obediencia. Éste es el Hombre que unió la naturaleza humana a Dios. Éste es el Hombre, que por su obediencia y por su humildad, triunfará sobre el pecado y la muerte, los dos enemigos vencedores del primer hombre. En el camino de la restauración del hombre está necesariamente el Ecce Homo, que alcanza su identidad más dramática cuando está en la cruz y grita desde el fondo de su ser: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc.15,34). La respuesta de Dios a ese angustiado grito del Hombre será la resurrección.

Ahora Cristo no es sólo el ‘Primogénito de toda la creación’ (Col.1,15), sino que es además el ‘Primogénito de entre los muertos’ (Col.1,18). Por lo tanto no será sólo Cabeza de todo lo creado, sino que será además ‘Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia’: “Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea Él el primero en todo” (Col.1,18).



II.2.c ‘En Cristo’ el hombre recupera la imagen de Dios perdida

Así como en la primera creación el Verbo hizo al hombre a imagen de Dios (Gén.1,26; Col.1,16; Jn.1,3), y el hombre ofuscó esa imagen por el pecado, así ahora, con la Encarnación del Verbo, se verifica una segunda creación o, mejor, una re-creación, por la cual el universo entero es renovado y el hombre es hecho a imagen de Cristo. Esto se verifica porque, en Cristo, la naturaleza humana se une a la persona del Hijo de Dios, y así el ser humano recupera la imagen divina perdida. Pero además Cristo regenera en el hombre la imagen divina perdida porque asumió sobre sí mismo la desfiguración del rostro divino del hombre: “Cristo se hizo Él mismo maldición por nosotros” (Gál.3,13). En base a estos dos momentos de la redención, es decir, la asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios y el sufrimiento ‘hasta el extremo’ (Jn.13,1) de su humanidad, nace una nueva creación que tiene otra vez en sí la imagen perfecta de Dios, es decir, la imagen de Cristo. “Por tanto –dice San Pablo- el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo” (2Cor.5,17; cf. también Gál.6,15).

El centro de esta nueva creación, que afecta también a todo el universo (Col.1,19s.; cf. 2Pe.3,13; Ap.21,1) es, entonces, el ‘hombre nuevo’, creado en Cristo. “Cristo es nuestra paz –dice San Pablo-: el que de los dos pueblos hizo uno solo, derribando el muro que los separaba, la enemistad (...) para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo” (Ef.2,15). Este ‘hombre nuevo’ es el prototipo de la nueva humanidad re-creada por Dios. Esta re-creación se ha dado en la persona de Cristo resucitado como ‘último Adán’ (1Cor.15,45), después de haber dado muerte sobre la cruz al linaje del ‘primer Adán’, corrompido por el pecado.

Ahora, restituida en Cristo la imagen de Dios que el hombre había empañado por el pecado, todo hombre puede y debe recuperar esa imagen divina. Ahora bien, esto no lo hace ya tratando de reproducir la imagen de Elohim (tsélem Elohim; Gén.1,27), sino tratando de reproducir en sí mismo la imagen de Cristo (eikón Xristoû) , a través de la incorporación a Él. Dice San Pablo: “A los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm.8,29). Para reproducir la imagen de Dios, la obediencia del hombre ya no debe ir a la Ley, ni siquiera directamente a Dios, sino a Jesucristo, que es Dios que tomó figura humana (Rm.10,5-13). Así también la fe, ahora, debe ir dirigida a Cristo, dado que “único es el mediador entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús” (1Tim.2,5).

Cristo, en cuanto Verbo Encarnado, es “Cabeza de la creación” y, por tanto, es, respecto a todo el universo, “Primogénito de toda la creación” (Col.1,15), y respecto a los hombres “Primogénito de muchos hermanos” (Rm.8,29). Por otra parte, en cuanto que asumió nuestro pecado y nuestra muerte y los venció por la resurrección, Cristo es “Primogénito de entre los muertos” (Col.1,18) y “Cabeza del Cuerpo, que es la Iglesia” (Col.1,18). Si Cristo salva a la humanidad, lo hace como nueva cabeza de linaje, Imagen según la cual Dios restaura toda la creación, especialmente al hombre.

La renovación concreta e histórica de cada hombre se da, entonces, por la incorporación libre a Cristo Cabeza, es decir, por la participación en su Cuerpo, que es la Iglesia (Col.1,18). Y esta incorporación se da a través del bautismo (Rm.6,4), que es participación en la cruz y en la muerte de Cristo. El camino del Ecce Homo debe ser recorrido también por cada hombre, y cada hombre lo hace cuando recibe el bautismo. Se sepulta el ‘hombre viejo’ y se destruye el pecado, que es el principio activo en la destrucción del hombre-imagen de Dios. El Espíritu, que obra por el agua, como en la primera creación, renueva al hombre, lo convierte en nueva creatura (2Cor.5,17), en ‘hombre nuevo’ (Ef.2,15).

De esta manera Cristo restituye a la humanidad caída el esplendor de esa imagen divina que el pecado había empañado (Rm.5,12). Y lo hace imprimiéndole la imagen aún más hermosa de hijo de Dios: “A los que de antemano conoció también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el Primogénito de muchos hermanos” (Rm.8,29). “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (...) para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo” (Gál.4,4.5.6-7).

Cristo, en cuanto Imagen de Dios, posee la misma gloria del Padre: “El Verbo se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo Unigénito, lleno de gracia y de verdad” (Jn.1,14; cf. 2Cor.4,3-4). Esa gloria Él la participa al hombre. En efecto, dice San Pablo: “Todos nosotros con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor” (2Cor.3,18[39]). Esa misma gloria, ya en esta vida, va penetrando más y más al hombre que la acepta, reproduciendo en él la imagen de Cristo. Por eso dice San Pablo: “Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos” (2Cor.3,18). Esa gloria, que penetra hasta las fronteras del alma y el espíritu (Heb.4,12[40]), terminará transformando totalmente al hombre, incluido su cuerpo, convirtiéndolo así en verdadero hombre celestial, no ya terreno. Por eso dice San Pablo: “Se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. (...) Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del hombre celestial” (1Cor.15,44.49).

Esta gloria de la que habla San Pablo, en nosotros se identifica con la gracia santificante (Tit.3,5-7; Rm.3,24; etc.), que es la participación de la naturaleza divina (2Pe.1,4). Esta gracia santificante tiene su asiento, inhiere en la esencia del alma y es, en definitiva, lo que transforma radicalmente al hombre. El desenvolvimiento normal de la gracia será la visión beatífica; la gracia es la visión beatífica incohada.

De manera que la regeneración del ser original del hombre ha ido mucho más allá que la mera recuperación de la imagen de Dios en su naturaleza humana. A través de la gracia santificante el hombre se ha convertido en hijo de Dios porque participa de su misma naturaleza. La gracia es la plenitud de la vida nueva en Cristo, comunicación hecha por Dios de una vida que le es propia. A partir de esta realidad los Padres griegos han hablado, legítimamente y con preciso término teológico, de ‘deificación’ del hombre. Aquel ‘seréis como dioses’ que estuvo al origen de la desobediencia (Gén.3,5), se cumple ahora de una manera misteriosa pero real por la incorporación a Cristo por la gracia santificante.



Conclusión

La imagen y semejanza de sí mismo que Dios imprimió en el hombre al crearlo consistían, fundamentalmente, en la naturaleza racional y en la gracia, que el hombre ya poseía desde la creación.[41] En virtud de su naturaleza racional o intelectual el hombre es puesto por encima de toda la creación visible y como dominador de la misma. En virtud de la gracia el hombre conocía y amaba en acto a Dios. Por el pecado el hombre pierde la gracia y pierde por tanto también la caridad. Su rostro divino ha quedado destrozado. Se destruyó la imagen divina que llevaba en su corazón. Y su misma naturaleza racional, que todavía conserva como prenda y posibilidad de una restauración, ha quedado obnubilada y debilitada.

La asunción de la naturaleza humana por parte del Hijo de Dios hace de su naturaleza humana una naturaleza glorificada por la unión a la divinidad en la persona divina. El alma humana de Cristo goza de la visión beatífica y su cuerpo no manifiesta la gloria correspondiente sólo por un milagro especial.[42] Es lo que queda de manifiesto en el hecho de la transfiguración (Mt.17,1-8), donde, por un momento, Cristo muestra a los apóstoles que serán testigos de sus sufrimientos, la gloria que inunda su alma.

A partir de ahora, a partir de la Encarnación la suerte del hombre ha cambiado. Si acepta libremente -como Cristo quiere que sea- la redención, puede recuperar la gracia y así ser de nuevo un espejo pulidísimo que refleje nítidamente la imagen de Dios (cf. 2Cor.3,18). Pero ahora hay una ventaja respecto al momento de la creación: el hombre tiene la posibilidad cierta de incorporarse a Cristo, que es hombre y es Dios. Ahora, por la Encarnación, el hombre puede ser miembro de un Cuerpo cuya Cabeza es un Hombre-Dios. En esto radica precisamente la ventaja de la nueva situación del hombre como producto de la re-creación. Y en virtud de esta incorporación al Cuerpo de Cristo, el hombre se hace hermano de Cristo y por lo tanto hijo de Dios: “Ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gál.4,7). El bautismo es lo que realiza esta incorporación por primera vez y la Eucaristía es lo que robustece y solidifica esa incorporación. La nueva economía de la salvación, la re-creación permite ahora que el hombre se alimente con el bâsâr de un hombre que al mismo tiempo es Dios. Para el hombre no puede haber modo más intenso de unirse a la Cabeza y, por lo tanto, no puede haber modo mejor de ser y manifestar la imagen de Dios.

Los dogmas de la Inmaculada Concepción y de la Asunción de María Santísima tienen mucho que decirnos para una teología del hombre. En ella, sin ser Dios, la naturaleza humana ha alcanzado un culmen que es, por un lado, muestra del poder de la Encarnación y del Misterio Pascual y, por otro, muestra del grado de renovación y glorificación al que un puro hombre puede llegar, precisamente en virtud de su incorporación a Cristo.

Por tanto, para la Biblia “el tipo auténtico de hombre vivo no es (...) Adán, sino Jesucristo; no es el que salió de la tierra, sino el que bajó del cielo; o, más bien, es Jesucristo prefigurado en Adán, el Adán celestial esbozado por el terrenal”[43]. “El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado”[44]. “¡Ecce Homo!”; “¡éste es el Hombre!”. Éste es el Hombre que dice quién es el hombre.



P. Lic. José A. Marcone


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[1] JUAN PABLO II, Encíclica “Dives in Misericordia”, 1.

[2] JUAN PABLO II, Encíclica “Redemptor Hominis”, 13.

[3] JUAN PABLO II, Encíclica “Redemptor Hominis”, 13.

[4] Encíclica “Redemptor Hominis”, 14.

[5] Cf. GARCÍA CORDERO, M., Teología de la Biblia, B.A.C., Madrid, 1970, Tomo I, p. 471.

[6] Cf. GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 472.

[7] DEISSLER, A., Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona, 1967, col.456; citado en GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 480.

[8] Cf. LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, en VTB, Ed. Herder, Barcelona, 1988, p. 391. El hebreo bíblico no posee una palabra para expresar la realidad ‘cuerpo’. Con el término bâsâr se expresa tanto la ‘carne’ como el ‘cuerpo’.

[9] Cf. LÉON-DUFOUR, X., voz Carne, en op. cit., p. 146.

[10] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 147. “Carne de mi carne” en hebreo: bâsâr mibesârí.

[11] LEÓN-DUFOUR, X., ibidem.

[12] LÉON-DUFOUR, X., voz Alma, op. cit., p. 68.

[13] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 392.

[14] LÉON-DUFOUR, X., voz Espíritu, op. cit., p. 295.

[15] JACOB, E., Théologie de l’Ancien Testament, Neuchâtel, 1968, p. 135; citado en GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 489.

[16] Para completar esta teología de los sexos es necesario tener muy en cuenta 1Cor.11,2-16. Según esto Dios es la cabeza de Cristo, Cristo es la cabeza del varón y el varón es la cabeza de la mujer (v.3). Además, “el varón (...) es imagen y reflejo de Dios: pero la mujer es reflejo del varón. En efecto, no procede el varón de la mujer, sino la mujer del varón. Ni fue creado el varón por razón de la mujer, sino al mujer por razón del varón. He ahí por qué debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles. Por lo demás, ni la mujer sin el varón, ni el varón sin la mujer, en el Señor. Porque si la mujer procede del varón, el varón, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios” (11,7-12).

[17] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 393.

[18] LÉON-DUFOUR, X., ibidem. Por eso, tanto el ‘machismo’ como el ‘feminismo’ (que es otra forma de ‘machismo’) atacan al núcleo original de la convivencia humana, y por eso son tan nocivos.

[19] S.Th., I, q. 93, a.1c.9c.

[20] Exemplatum, dice Santo Tomás (S.Th., I, q.93, a.1).

[21] S.Th., I, q.93, a.4.

[22] Cf. GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 478.

[23] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 393.

[24] LÉON-DUFOUR, X., ibidem.

[25] JACOB, E., op. cit., p. 139, citado en GARCÍA CORDERO, M., op. cit., p. 480.

[26] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, op. cit., p. 392.

[27] LÉON-DUFOUR, X., ibidem.

[28] Cf. LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 394.

[29] LÉON-DUFOUR, X., ibidem.

[30] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 395.

[31] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 394.

[32] LÉON-DUFOUR, X., idem, p. 397.

[33] SCHELKLE, K., Teología del Nuevo Testamento, Editorial Herder, Barcelona, 1975, p. 140.

[34] SCHELKLE, K., ibidem.

[35] Esta concepción de la psyché como alma espiritual que habita en el cuerpo llegó al Nuevo Testamento a través de la concepción filosófica griega introducida en el Antiguo Testamento por los libros sapienciales más tardíos.

[36] S.Th, I, q.35, a.2c.

[37] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 24.

[38] En griego: idoù ho ánthropos.

[39] La ‘gloria del Señor’ es la de Jesucristo, porque la ‘gloria de Dios está en la faz de Cristo’ (2Cor4,6).

[40] Se trata de la psyché y el pneúma.

[41] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 93, a. 4; q. 95, a. 1.

[42] Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 46, a. 7.

[43] LÉON-DUFOUR, X., voz Hombre, en op. cit., p. 391.

[44] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes, 22.

Síntesis histórica de la Experiencia espiritual: I. Experiencia católica.INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

La Teología Espiritual

AA.VV., De theologia spirituali docenda, «Seminarium» 26 (1974) 1-291; H. U. von Balthasar, Espiritualidad, en Ensayos teológicos I: Verbum Caro, Madrid, Cristiandad 1964, 235-289; L. Bouyer, Mysterion. Du mystère à la mystique, París, OEIL 1986; M. Gioia (ed.), La teologia spirituale. Temi e problemi, Roma, Editrice A. V. E. 1991; A. Guerra, Teología espiritual, una ciencia no identificada, «Rev. de Espiritualidad» 39 (1980) 335-414; G. Moioli, Il problema della Teologia spirituale, «La Scuola Cattolica» 94 (1966) 3*-26*; A. Queralt, La Espiritualidad como disciplina teológica, «Gregorianum» 70 (1979) 321-376; A. Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, BAC 114 (1968, 5ªed.) nn.24-35; B. Secondin - J. Jansens, La spiritualità, Roma, Borla 1984.

Nombre

El estudio de los caminos del Espíritu, al paso de los siglos, ha recibido nombres diversos: mística, ascética, teología ascético-mística, teología de la perfección cristiana. Actualmente se habla sobre todo de Espiritualidad y de Teología Espiritual.

Mística es palabra de origen griego, cuya etimología sugiere lo misterioso, secreto, arcano. Ya en el s. V-VI el Pseudo-Dionisio habla de Theologia Mystica. En el XVI, San Juan de la Cruz entiende la teología mística como una sabiduría secreta, infundida en el alma por el Espíritu, a oscuras del entendimiento y de las otras potencias naturales (II Noche 17,2).

Ascética es también palabra griega, que significa el esfuerzo metódico para adiestrarse física o espiritualmente (+1Cor 9,24-27; Flp 3,14; 2 Tim 4,7).

Teología espiritual es el término empleado por el concilio Vaticano II (SC 16) y hoy más usado en documentos eclesiásticos y escritos teológicos.

Naturaleza

Recordemos en primer lugar que la teología es una, es decir, es una ciencia, y como tal tiene una unidad formal (STh II-II,1,1). Al lado de la cristología, el estudio de la gracia, la eclesiología y los demás tratados dogmáticos o morales, la teología espiritual es una parte más del árbol único de la teología. Podemos definir, pues, la teología espiritual como una parte de la teología, que estudia el dinamismo de la vida sobrenatural cristiana, con especial atención a su desarrollo perfectivo y a sus connotaciones psicológicas y metodológicas.

Al estudiar en teología, por ejemplo, la oración, la dogmática estudiará su posibilidad y naturaleza, la moral su conveniencia y necesidad, pero será la teología espiritual la que considere y describa la dinámica perfectiva de la oración cristiana, las fases típicas de su desarrollo, las connotaciones psicológicas de la misma, y los métodos para ejercitarse en ella.

Según esto, la teología espiritual se deduce no solo de los principios doctrinales -Biblia, magisterio, teología especulativa-, sino también de los datos experimentales atesorados por las generaciones cristianas, y muy especialmente por los santos -hagiografía-. En efecto, los santos de Cristo son testigos sumamente fidedignos del verdadero «camino del Señor» (Hch 18,25), y nos indican por dónde va y cómo hay que andarlo. Si queremos, pues, conocer cómo obra normalmente el Espíritu Santo en los cristianos, estudiemos con atención las vidas y escritos de los santos, pues ellos fueron hombres perfectamente dóciles a la acción divina de la gracia.

Digámoslo de otro modo: espiritualidad cristiana verdadera es aquella que en la práctica hace santos a quienes la siguen. Camino cierto de perfección cristiana es aquel que de hecho conduce a ser perfecto como el Padre celestial es perfecto. Por el contrario, son falsas aquellas espiritualidades que no conducen a la perfecta santidad, sino que producen confusión, dudas, cansancio, amargura, egoísmo, infecundidad apostólica. «Todo árbol bueno da buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos. Por los frutos, pues, los conoceréis» (Mt 7,17.20).

Ahora bien, ¿en la teología espiritual deben prevalecer los principios doctrinales o los datos experimentales? Ciertamente, si la doctrina es verdadera y la experiencia espiritual genuina, no podrá haber contradicción alguna. En todo caso, la espiritualidad siempre debe considerar juntamente doctrina teológica y vivencia cristiana. Si la teología espiritual optara por la experiencia, dejando un tanto de lado la doctrina teológica, quedaría reducida a un fideismo experiencial sujeto a las modas cambiantes y a los subjetivismos arbitrarios, es decir, quedaría sujeta al error. La verdadera espiritualidad cristiana cuida bien de integrar el ontologismo de las ideas con el psicologismo de la experiencia, y concede siempre el primado a los principios doctrinales.

Así procedieron los grandes maestros espirituales, como Santa Teresa de Jesús; ella en las cosas espirituales daba a la experiencia una gran importancia: «No diré cosa que no la haya experimentado mucho» (Vida 18,7 +Camino, prólogo 3). Pero ella valoraba también mucho el saber teológico, y no acababa de dar crédito a la experiencia -aunque fuera la suya propia-, en tanto no se viera autorizada por la doctrina. «No hacía cosa que no fuese con parecer de letrados» (Vida 36,5). Y decía: «Es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y allegados a verdades de la Sagrada Escritura hacemos lo que debemos; de devociones a bobas líbrenos Dios» (13,16).

Ciencia difícil, ignorada y preciosa

La teología espiritual es difícil por varias razones:

1ª, por la multiplicidad de sus fuentes naturales -psicología, pedagogía, etc.- y sobrenaturales -Escritura, magisterio, dogmática, moral, liturgia, hagiografía, etc.-.

2ª, por la delicadeza inefable de su objeto: la acción del Espíritu sobre el hombre.

3ª, porque la santidad personal del teólogo influje mucho en la calidad de la teología espiritual elaborada. Es difícil en estos temas llegar al conocimiento de cosas espirituales que no se han experimentado, aunque solo sea inicialmente. Solo el que obra el bien viene a la luz; el que obra el mal la huye (Jn 3,20-21). En esta parte de la teología, aún más que en otras, son los limpios de corazón los que logran ver a Dios (Mt 5,8).

4ª, por la particular dificultad que hay en expresar con palabras humanas y lenguaje natural las obras del Espíritu divino. Santa Teresa advierte que, a veces, «consiste en la experiencia el saberlo decir» (Camino Perf. 8,1); pero no siempre basta la experiencia de los caminos del Espíritu para saber describirlos. Esto en ocasiones no es posible sin una gracia especial de Dios, que ni siquiera todos los santos han recibido, como es obvio (18,7).

Por todo ello, la verdadera espiritualidad cristiana es frecuentemente ignorada. Ciencia y experiencia dan conocimiento, y cuando de los caminos del Espíritu no se tiene ciencia ni se tiene experiencia -supuesto no infrecuente-, se padece ignorancia. Ciencia y experiencia en esto -como en todo- no pueden ser suplidas por el empeño de actitudes meramente voluntaristas. El que aspira a transfigurarse con Cristo en la cima del monte de la perfección evangélica, para llegar allá arriba necesita procurarse buenos planos -doctrina verdadera- y guías experimentados -maestros espirituales-. Sin plano y sin guía, no llegará a la cima, o llegará pero más tarde, con más rodeos, con más esfuerzos de los verdaderamente necesarios.

((En esto de la ignorancia de la verdadera espiritualidad evangélica hay varios errores y peligros que conviene señalar abiertamente:

-La ignorancia en temas de ascética y mística con frecuencia no se reconoce. Laicos y sacerdotes, llegado el caso, reconocen sin dificultad que no conocen bien la exégesis bíblica, o ciertas cuestiones dogmáticas, morales, históricas, litúrgicas o canónicas. Y consultan a los libros o a los expertos. Sin embargo, cuando surge una cuestión de espiritualidad la mayoría suele confiar en su propio criterio, como si siempre tuviera acerca de ella ciencia o experiencia, lo que muchas veces no es cierto. Se suele dar por supuesto que la conciencia está siempre bien formada, y sabe muy bien discernir lo bueno y lo malo. Los que siendo ignorantes mantienen tal convicción atribuyen normalmente sus males y flaquezas a la voluntad, sin sospechar que muchas veces obran mal porque están ignorantes o errados. Hay en esto sin duda un desprecio del conocimiento. Ignoran que la santidad es en su principio una metanoia, una transformación de la mente. Por eso no ponen ningún empeño en estudiar los buenos libros o consultar buenos guías espirituales. Prefieren no detenerse a pensar, y seguir, aunque sea malamente, caminando hacia adelante. Pero ¿van adelante?... Estos son los que corren «como a la ventura» y luchan «como quien azota el aire» (1Cor 9,26).

-La doctrina falsa o mediocre es frecuente en temas espirituales, probablemente más que en otros campos de la teología. Ya hemos dicho que, por varias razones, es ésta una ciencia difícil. Y no es fácil hacer bien lo que es difícil. Basta repasar una biblioteca de espiritualidad para comprobar cómo, en todas las épocas, la calidad se ha visto muchas veces cubierta por la cantidad mediocre. Los caminos anchos, andados por muchos, se recomiendan más que aquellos estrechos que llevan a la perfección: éstos son conocidos por pocos, y caminados por menos (Mt 7,13-14). No es raro en temas de espiritualidad un subjetivismo arbitrario, que no se interesa por la Revelación, el magisterio, la teología o la enseñanza de los santos. Tratando, por ejemplo, de oración, uno dirá: «Para mí toda actividad buena es oración». Otro dirá: «Para mí la verdadera oración es aquietar perfectamente el cuerpo y dejar la mente en total vacío». Otro dirá... lo que sea. En todo caso, unos y otros coinciden en que no estudian seriamente la doctrina ni consultan a los que saben. Se contentan con seguir sus propios gustos y opiniones: «no soportan la doctrina sana; sino que, según sus caprichos, se rodean de maestros que les halagan el oído» (2 Tim 4,3).

-No abundan los buenos guías espirituales. El maestro que da unas enseñanzas verdaderas, pero muy generales, ayuda poco al que busca la perfección. Pero el peligro mayor está en los guías ignorantes o malos. «Si un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el hoyo» (Mt 15,14). San Juan de la Cruz recomienda mucho «mirar en qué manos se pone, porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo» (Llama 3,30-31). Y Santa Teresa confiesa que «siempre fui amiga de letras, aunque gran daño hicieron a mi alma confesores medio letrados, porque no los tenía de tan buenas letras como yo quisiera. He visto por experiencia que es mejor -si son virtuosos y de santas costumbres- que no tengan ningunas, porque ni ellos se fían de sí mismos, sin preguntar a quien las tenga buenas, ni yo me fiara de ellos; buen letrado nunca me engañó» (Vida 5,3).))

Espiritualidad y espiritualidades

La Espiritualidad estudia cómo el Espíritu Santo actúa normalmente sobre los cristianos. Ahora bien, así como en todos ellos hay algo común -la naturaleza- y hay ciertas variedades -diferencias de sexo, temperamento, educación, época, etc.-, así podemos distinguir en la acción del Espíritu divino que reciben los cristianos una espiritualidad común y varias espiritualidades peculiares.

1.-La espiritualidad cristiana es una sola si consideramos su substancia, la santidad, la participación en la vida divina trinitaria, así como los medios fundamentales para crecer en ella: oración, liturgia, abnegación, ejercicio de las virtudes todas bajo el imperio de la caridad. En este sentido, como dice el concilio Vaticano II, «una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios» (LG 41a). «Todos los fieles, de cualquier estado y condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (40b). Y en el cielo, una misma será la santidad de todos los bienaventurados, aunque habrá grados diversos.

2.-Las modalidades de la santidad son múltiples, y por tanto las espiritualidades diversas. Podemos distinguir espiritualidades de época -primitiva, patrística, medieval, etc.-, de estados de vida -laical, sacerdotal, religiosa; es la diversidad que tiene más importante fundamento-, según las dedicaciones principales -contemplativa, misionera, familiar, asistencial, etc.-, o según características de escuela -benedictina, franciscana, ignaciana, etc.-

La infinita riqueza del Creador se manifiesta en la variedad inmensa de criaturas: no diez o cien, sino miles y miles de especies de plantas, de animales, de peces... También las infinitas riquezas del Redentor se expresan en esas innumerables modalidades de vida evangélica. El cristiano, sin una espiritualidad concreta, podría encontrarse dentro del ámbito inmenso de la espiritualidad católica como a la intemperie. Cuando por don de Dios encuentra una espiritualidad que le es adecuada, halla una casa espiritual donde vivir, halla un camino por el que andar con más facilidad, seguridad y rapidez, halla en fin la compañía estimulante de aquellos hermanos que han sido llamados por Dios a esa misma casa y a ese mismo camino.

3.-Hoy se da en la Iglesia un doble movimiento: por un lado, una tendencia unitaria hace converger las diversas espiritualidades en sus fuentes comunes, Biblia, liturgia, grandes maestros. Por otra, una tendencia diversificadora acentúa los caracteres peculiares de la espiritualidad propia a los distintos estados de vida, o a tales movimientos y asociaciones. La primera ha logrado aproximar espiritualidades antes quizá demasiado distantes, centrándolas en lo central. La segunda ha estimulado el carisma propio de cada vocación, evitando mimetismos inconvenientes.

((Ciertos radicalismos deben ser indicados en este punto:

-Un exceso unificador lleva en ocasiones a difuminar las espiritualidades particulares, ignorando los diversos carismas, rompiendo tradiciones valiosas, desvirtuando la fisonomía propia de las diversas familias, regiones, escuelas. Así se llega a una espiritualidad única para adolescentes, cartujos, madres de familia, párrocos o jesuitas. Es un empobrecimiento.

-Un exceso diversificador radicaliza hasta la caricatura los perfiles peculiares de una espiritualidad concreta; se apega demasiado a sus propios métodos, en lenguaje, modos y maneras; absolutiza lo accidental y relativiza quizá lo absoluto; pierde armonia evangélica y plenitud de valores. Así se produce un ambiente espiritual cerrado, aislado, con terminología propia, que para unos es muy gratificante, y para otros asfixiante. En tal ambiente, las eventuales iniciativas del Espíritu, si no se ajustan al modelo vigente en esa espiritualidad altamente diversificada y concretada, quedarán silenciosamente sofocadas. Y los integrantes de círculo tan cerrado y peculiar se mostrarán incapaces de colaborar con otros fieles o grupos cristianos, pues éstos son extraños al movimiento, grupo o institución. Es un empobrecimiento)).

4.-Sola es universal la Espiritualidad de la Iglesia, que tiene en la sagrada liturgia su principal escuela, abierta a todos los cristianos. Todas las demás espiritualidades acentúan más ciertos valores cristianos y menos otros: una es metódica y reglamentada, otra tiene pocas reglas; una insiste en la oración litúrgica, otra usa más las devociones populares...

San Juan de la Cruz: «A cada uno lleva Dios por diferentes caminos; que apenas se hallará un espíritu que en la mitad del modo que lleva convenga con el modo de otro» (Llama 3,59).

Ninguna espiritualidad o devoción concreta puede presentarse como necesaria para todos los cristianos. Únicamente la Espiritualidad de la Iglesia Católica, y su principal exponente, la liturgia, puede y debe requerir el consenso de todos los fieles católicos.

5.-La Teología Espiritual sistemática estudia la espiritualidad cristiana común, y ofrece su luz a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o carisma propio. Es el intento de este libro, que, con las limitaciones inevitables, pretende exponer la espiritualidad cristiana universal, esto es, la espiritualidad católica.



1ª PARTE

Las fuentes de la santidad



1. La devoción al Creador

2. La confianza en la Providencia

3. Jesucristo

4. El don del Espíritu Santo

5. La Iglesia

6. La Virgen María

7. Lo sagrado

8. La liturgia



1. La devoción al Creador

AA.VV., Il Cosmo nella Bibbia, Nápoles, Dehoniane 1982; W. Heisenberg, Más allá de la física, BAC 370 (1974); P. Jordan, El hombre de ciencia ante el problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972; J. M. Riaza, Azar, ley, milagro, BAC 236 (1964); S. Vergés, Dios y el hombre: la creación, Madrid, EDICA 1980.

El misterio del cosmos maravilloso

La contemplación del mundo creado es el fundamento de la religiosidad del hombre, «pues lo invisible de Dios -su eterno poder y su divinidad-, desde la creación del mundo se puede ver, captado por la inteligencia, gracias a las criaturas» (Rm 1,20; + Job 12,7-10; Sal 18,2-7; Sab 13,1-9; Hch 14,15-17; 17,24-28).

La creación nos muestra una variedad casi infinita de seres creados, una innumerable diversidad de seres vivientes, desde el virus que se mide en milimicras hasta la ballena de treinta metros, desde la fascinante concha nacarada hasta las alucinantes magnitudes de las galaxias que distan de nosotros millones de años-luz. La inmensidad de la creación es un reflejo formidable de la infinitud del Creador.

Toda la creación, pero especialmente el mundo de las criaturas con vida, abunda en enigmas insolubles. ¿Dónde tiene su origen el milagro de lo que tiene vida? ¿Cómo explicar la perfección y complejidad de sus delicadas funciones? ¿Cómo explicar esos vuelos migratorios de cinco mil kilómetros -de día, de noche, con tormentas-, con rumbos infalibles? ¿Cómo comprender el vuelo de los murciélagos en la oscuridad?... Son las preguntas del libro de Job (38-41). ¿Cómo entender el misterio del hombre, pastor, músico, navegante, sacerdote, poeta, ingeniero capaz de llegar a la Luna?...

Ante la grandeza del Creador, revelada en las criaturas, el hombre no puede menos de «enmudecer» doblegándose en la adoración más rendida (Job 40,3-5;42,1-6). Verdaderamente la Creación es misteriosa: refleja en sí misma el esplendor inefable del Misterio eterno trinitario.

Dios Creador

Sinteticemos en varias proposiciones la fe en el Creador.

1.-Dios es el «Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible»: todos los seres han sido producidos por él de la nada, esto es, según toda su substancia (Vat.I, 1870: Dz 3025). Es Dios la causa total del ser de las criaturas. Es Dios quien las ha creado partiendo solo de sí mismo, sin nada presupuesto. Es Dios el único que puede crear, haciendo que las criaturas salven la infinita distancia que hay del no-ser al ser. «Yo soy Yavé, el que lo ha hecho todo: yo, yo solo desplegué los cielos y afirmé la tierra. ¿Quién me ayudó?» (Is 44,24).

2.-Padre, Hijo y Espíritu Santo son «un solo principio de todas las cosas», espirituales y corporales, angélicas y mundanas (Lat.IV, 1215: Dz 800). «No son tres principios de la creación, sino un solo principio» (Florent. 1442: Dz 1331). La Biblia atribuye unas veces la creación al Padre (Mt 11,25), otras al Hijo (Jn 1,3; Col 1,15s), o al Padre por Cristo, «por quien hizo el mundo» (Heb 1,2; +1Cor 8,6). Y estas atribuciones han sido el fundamento de grandes tesis teológicas:

«Dios es causa de los seres por su inteligencia y por su voluntad, como lo es un artífice respecto a las cosas que hace. El artífice obra por la idea que ha concebido en su inteligencia, y por el amor nacido en su voluntad hacia algo. Análogamente, Dios Padre ha hecho la creación por su Verbo, que es el Hijo, y por su Amor, que es el Espíritu Santo» (STh I,45,6).

3.-Dios, en un acto totalmente libre, creó el mundo solo por amor. «La única causa que impulsó a Dios a crear fue el deseo de comunicar su bondad a las criaturas que iban a ser hechas por él» (Catecismo Romano I,1). Dios, sin coacción de nada ni de nadie, pudo crear o no crear, pudo crear este mundo u otro diverso. Y quiso crear este mundo para poder comunicar a las criaturas, que no existían, algo de su ser, de su bondad, de su hermosura y de su vida. No ama Dios las cosas porque existen, sino que las cosas existen «porque» Dios las ama.

Y así dice la Escritura: Tú, Señor, «amas todo cuanto existe y nada odias de lo que has hecho, que no por odio hiciste cosa alguna. ¿Cómo podría subsistir nada si tú no lo quisieras o cómo podría conservarse sin ti? » (Sab 11,25-26). Señor, «tú creaste todas las cosas y por tu voluntad existen y fueron creadas» (Ap 4,11).

4.-Dios creó al hombre en el «día sexto» como culmen de su obra creativa, y partiendo ya de algo creado -un muñeco de tierra, un antropoide, es lo mismo-. A esta criatura preexistente, anteriormente creada, el Señor «le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado», criatura espiritual, «imagen» de su Creador (Gén 2,7; 1,27). Más aún, Dios mismo es «el Creador en cada hombre del alma espiritual e inmortal» (Credo del pueblo de Dios 30-VI-1968, n.8). Y así el hombre, coronado de gloria y dignidad, queda constituido por Dios como señor de toda la creación visible (Sal 8).

5.-Dios constituyó a Jesucristo como vértice de toda la creación. El es la imagen perfecta de Dios, a quien revela, y él es la imagen perfecta del hombre, a quien también revela (GS 22ab). «Él es el esplendor de la gloria [del Padre] y la imagen de su substancia, y el que con su poderosa palabra sustenta todas las cosas» (Heb 1,3). «Él es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura» (Col 1,15).

6.-El mismo Dios, en Jesucristo, es la norma inteligente de todo lo creado. Todo, desde la geometría armoniosa de las galaxias hasta la organización interna de una célula -perfecta en su estructura, su finalismo, su información genética-, todo está transido por la misteriosa sabiduría del Creador: «Antes de que fueran creadas todas las cosas, ya las conocía él, y lo mismo las conoce después de acabadas» (Sir 23,29). Y es Jesucristo, el «primogénito de toda criatura», el canon universal de todo lo que tiene ser creado, pues «por medio de él fueron creadas todas las cosas, celestes y terrestres, visibles e invisibles, todo fue creado por él y para él, él es anterior a todo, y el universo tiene en él su consistencia» (Col 1,16-17).

Las criaturas

El cristiano conoce la bondad del mundo creado, sabe que «todas las cosas son puras» (Rm 14,20; +Tit 1,15). Ama sinceramente a toda la creación, participando así de los mismos sentimientos del Padre celestial: «Vio Dios que era muy bueno cuanto había hecho» (Gén 1, 31).

((El pesimismo ontológico sobre el mundo, tan frecuente en las filosofías y religiones paganas, es completamente extraño a la espiritualidad cristiana. Para el budismo el mundo es una ilusión, para otras sabidurías orientales es la obra mala y peligrosa de un demiurgo. Para el cristiano el mundo es la obra maravillosa de un Dios infinitamente bueno, sabio y bello; es una obra distinta de su Autor, pero que manifiesta su gloria)).

Un vínculo profundo y necesario une al Creador y la criatura. Las cosas «son» criaturas de Dios: ésta es su identidad más profunda. En Dios hallan permanentemente las criaturas acogida en el ser y fuerza en el obrar. En el ser y en el obrar la dependencia ontológica de la criatura respecto de Dios es total. Sin él, la criatura cae en la nada, pues no tiene en sí misma la razón de su ser.

Por eso mismo la criatura está finalizada en el Creador. No podría ser de otro modo. «De él, por él, y para él son todas las cosas» (Rm 11,36). El es «el alfa y la omega» (Ap 1,8). «El mundo ha sido creado para la gloria de Dios» (Vat.I 1870: Dz 3025). El bien de la criatura y la gloria de Dios coinciden infaliblemente, pues la perfecta realización de la criatura estriba en la perfecta fidelidad a la ley del Señor.

Según todo esto, Dios es el Autor que tiene plena autoridad sobre la creación, como «Señor del cielo y de la tierra», y él hace participar de su autoridad a ciertas criaturas. En efecto, el mundo no es un montón informe de criaturas, en el que todas serían iguales y meramente yuxtapuestas, sino un todo orgánicamente unido, con partes siempre desiguales y complementarias. Y así como las criaturas no-libres obedecen a Dios necesariamente -el agua, los astros, las plantas-, y en esa obediencia hallan su propio bien, así también las criaturas libres, los hombres, hallan su bien obedeciendo en todo al Autor divino y a todas las autoridades por él constituidas en la familia, la escuela, la ciudad, el ejército, la asamblea religiosa.

((El igualitarismo moderno, de inspiración atea, es contrario no sólo a la Revelación, sino también a la naturaleza. Es una ideología falsa que sólamente haciendo violencia a la realidad de las cosas puede afirmarse. Sabemos científicamente que, por ejemplo, en cualquier asociación de vivientes -una manada de lobos- domina la confusión y la ineficacia hasta que en ella se establece una estructuración jerárquica, que implica relaciones desiguales. Pues bien, la autoridad -la jerarquía, la desigualdad-, que es natural entre los animales, sigue siendo natural entre los hombres. Ciertamente en las sociedades humanas habrá que distinguir -no así en las animales- desigualdades justas, procedentes de Dios, conformes a la naturaleza, y desigualdades injustas, nacidas de la maldad de los hombres: habrá, pues, que afirmar las primeras y combatir las segundas. Pero en todo caso debe quedar claro que el principio igualitario, en cuanto tal, es injusto, es violento, es contrario a la naturaleza)).

Espiritualidad creacional en la Biblia y la Tradición

En el Antiguo Testamento Dios se revela como «el Creador del cielo, el Dios que formó la tierra» (Is 45,18), ante el cual todos los otros dioses aparecen ilusorios y ridículos, sin ser ni fuerza (46; 48,12-13; +2 Mac 7,28-29). El, precisamente por ser el Creador, debe ser escuchado y obedecido sin resistencia alguna: «Y vosotros... ¿me vais a dar instrucciones sobre la obra de mis manos? Yo hice la tierra y creé sobre ella al hombre; mis propias manos desplegaron el cielo, y doy órdenes a su ejército entero» (Is 45,11-12).

A este Dios Creador, a este Autor único del universo, se alza la oración de Israel: «Tú, que has hecho el cielo y la tierra y todas las maravillas que hay bajo el cielo, tú eres el dueño de todo, y nada hay, Señor, que pueda resistirte» (Est 13,10-12). Vano sería que la criatura, en sus angustias, pusiera en «los montes» del poder humano su esperanza; «el auxilio viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 120,1-2; +123). Israel debe confiar en el Creador, que cuida de la tierra y la enriquece constantemente sin medida (64,7-14). A él debe dirigir su admiración y su alabanza (103), haciéndose portavoz de todas las criaturas inanimadas y mudas (97).

En el Nuevo Testamento ésta misma es la devoción gozosa de Jesucristo ante el Creador, ante el «Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11,25), como en tantos pasajes del evangelio se manifiesta (Mt 13,35; Mc 10,6; 13,19; Lc 11,50; Jn 17,24). Esta es la espiritualidad de los apóstoles, que al Creador dirigen sus oraciones: «Tú, Señor, al principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos» (Heb 1,10; +Hch 4,24; 14,15; 17,24; Ef 3,9; Col 1,16). El Dios de los apóstoles es el que llama a la existencia a «lo que aún no es» (Rm 4,17). A Dios Creador se dirige el más antiguo culto cristiano: «Adorad al que ha hecho el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas» (Ap 14,7; +4,11).

En la Tradición cristiana la devoción al Creador tiene frecuentes y conmovedoras expresiones. Así en San Agustín: «Tú eres Dios, tú el Creador, tú el Salvador: tú nos diste el ser, tú nos diste la salvación» (ML 35,1653). La Liturgia de la Iglesia invoca con devoción al Creador de todo, incluye en las solemnes lecturas de la vigilia pascual el relato de la creación, y sobre todo en los himnos de la liturgia de las Horas se dirige devotamente al que es Señor del mundo, de sus días, noches y estaciones -Aeterne rerum Conditor, Deus Creator omnium, Lucis Creator optime, etc.-. Toda esta piedad creacional impregna hondamente las diversas escuelas de espiritualidad cristiana.

San Francisco de Asís -el canto al Hermano Sol- y la familia franciscana deben ser citados aquí en primer lugar. Pero también el principio y fundamento de la espiritualidad ignaciana es la convicción de que «el hombre es creado para alabar» a Dios, «y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre, y para que le ayuden a conseguir el fin por el que ha sido creado».

San Ignacio de Loyola ve a Dios como Redentor, pero también como Creador; y por eso quiere que contemplemos siempre «cómo Dios habita en las criaturas, en los elementos dando ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entendimiento; y así en mí dándome ser, animando, sintiendo y haciéndome entender; así mismo haciendo templo de mí, siendo creado a semejanza e imagen de su divina majestad» (Ejercicios 235).

La escuela carmelitana sigue a Santa Teresa de Jesús, que se aprovechaba espiritualmente viendo «campo o agua, flores; en estas cosas hallaba yo memoria del Creador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro» (Vida 9,5; +San Juan de la Cruz, 2 Subida 5,3).

((La disminución de la devoción al Creador es una de las enfermedades más graves del cristianismo actual. No es hoy frecuente invocar al Creador -al menos no lo es tanto como en otros siglos-. Las criaturas son vistas con ojos paganos, como si subsistieran por sí mismas. Esto, según las personas y circunstancias, lleva a la angustia, a la aridez espiritual, al consumismo ávido...

Si los creyentes antiguos, cuando tan poco conocían del mundo creado, se extasiaban alabando al Creador, ¿con qué entusiasmo habremos de cantar al Creador nosotros, que conocemos como nunca las maravillas del mundo visible? Por otra parte, la piedad creacional -tan propia de la espiritualidad laical- hoy resulta especialmente necesaria, pues jamás el hombre había logrado un tan grande dominio sobre el mundo; nunca había poseído tantas, tan preciosas y variadas criaturas.))

Espiritualidad creacional

El amor al Creador es un rasgo fundamental de la espiritualidad cristiana. Como dice San Basilio, «nosotros amamos al Creador porque hemos sido hechos por él, en él tenemos nuestro gozo, y en él debemos pensar siempre como niños en su madre» (Regla larga 2,2). Las Horas litúrgicas de cada día comienzan invocándole: «Venid, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro» (Sal 94,6); pues «él nos hizo y somos suyos» (99,3).

La admiración gozosa ante la creación, que canta incesantemente la gloria de Dios... En la visión cristiana del mundo -a pesar de estar tan estropeado por el pecado-, lo sustantivo es la contemplación admirada, lo adjetivo es el conocimiento penoso del mal. Y no debemos permitir que la pena predomine sobre el gozo. Por el contrario, el entusiasmo religioso debe llevarnos a decir: «Tus acciones, Señor, son mi alegría, y mi júbilo las obras de tus manos. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! El ignorante no los entiende, ni el necio se da cuenta» (Sal 91,5-7).

Hemos de contemplar la presencia de Dios en sus criaturas. Mientras el hombre no ve a Dios en el mundo, está ciego; mientras no escucha su voz poderosa en la creación, está sordo (Sal 18, 2-5; 28). Santa Teresa cuenta que no fue educada en la captación de esa presencia, sino que la descubrió por experiencia (Vida 18,15).

La admiración de Dios en sus criaturas es uno de los rasgos principales de la espiritualidad de San Agustín: «La hermosura misma del universo es como un grande libro: contempla, examina, lee lo que hay arriba y abajo. No hizo Dios, para que le conocieras, letras de tinta, sino que puso ante tus ojos las criaturas que hizo. ¿A qué buscas testimonio más elocuente? El cielo y la tierra te gritan: Somos hechura de Dios» (Confesiones 10,6).

Es la misma vivencia religiosa de San Francisco de Asís que, «en cualquier objeto admiraba al Autor, en las criaturas reconocía al Creador, se gozaba en todas las obras de las manos del Señor. Y cuanto hay de bueno le gritaba: El que nos ha hecho es mejor... Abrazaba todas las cosas con indecible devoción afectuosa, les hablaba del Señor y les exhortaba a alabarlo. Dejaba sin apagar las luces, lámparas, velas, no queriendo extinguir con su mano la claridad que le era símbolo de la luz eterna. Caminaba con reverencia sobre las piedras, en atención a Aquel que a sí mismo se llamó Roca... Pero ¿cómo decirlo todo? Aquel que es la Fuente de toda bondad, el que será todo en todas las cosas, se comunicaba a nuestro Santo también en todas las cosas» (Tomás de Celano, II Vida cp.124).

La piedad creacional nos da conciencia de la dignidad del hombre y de Jesucristo, su cabeza. Dios sometió al hombre todas las criaturas (Sal 8,7), y constituyó a Cristo, también en cuanto hombre, Rey del universo, Señor del cielo y de la tierra (Mt 28,18), Heredero de todo (Heb 1,2). Ahora, como dice el Apóstol, «todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3 ,23 ).

Por último, el horror al pecado surge de ver que por él nos entregamos a las criaturas, despreciando a su Creador. Es un abismo insondable de culpa y miseria en el que se hunden los pecadores: «Adoraron y sirvieron a la criatura en vez de al Creador. ¡Bendito él por siempre! Amén» (Rm 1,25).

2. La confianza en la Providencia

R. Garrigou-Lagrange, La Providencia y la confianza en Dios, Madrid, Palabra 1980, 2ª ed.; P. Grelot, Dans les angoisses: l’espérance, París, Seuil 1982; San Claudio La Colombière, El abandono confiado a la divina Providencia, Barcelona, Balmes 19932; A. Molinaro, Ascesi e Providenza, «Aquinas» 25 (1982) 269-285.

Dios conserva todo

«Todo lo que Dios creó, con su providencia lo conserva y gobierna» (Vat.I: Dz 3003). Las criaturas no tienen su causa en sí mismas, sino que tienen siempre su causa en Dios, del que reciben constantemente el ser y el obrar.

«Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término» (Catecismo 301). Sin esta acción conservadora y providente, las criaturas «volverían en seguida a recaer en la nada» (Catecismo Romano I,1,21).

Dios co-opera en todo

En efecto, Dios «no solo conserva y gobierna las cosas que existen, sino que también impulsa, con íntima eficacia, al movimiento y a la acción a todo cuanto en el mundo es capaz de moverse o actuar, no destruyendo, sino previniendo la acción de las causas segundas» (Catecismo Romano I,1,22). Por tanto, «Dios actúa en las obras de sus criaturas. Él es la causa primera que opera en y por las causas segundas» (Catecismo 308). Ahora mismo, Él concurre a la acción de quien esto escribe y de quien esto lee.

Dios coopera al movimiento de todas las criaturas no-libres. Los fenómenos naturales -químicos, vegetativos, astronómicos-, en su cadencia siempre igual, no reciben su explicación última de la eficacia de ciertas «leyes» -químicas, vegetativas, astronómicas-, como si éstas fueran misteriosas personalidades anónimas, causantes de la armonía del cosmos. Dios mismo, el Señor del universo, es la íntima ley de cada criatura: es él quien perpetuamente les da el ser y el obrar. Y «así vemos al Espíritu Santo, autor principal de la Sagrada Escritura, atribuir con frecuencia a Dios acciones sin mencionar causas segundas. Esto no es una "manera de hablar" primitiva, sino un modo profundo de recordar la primacía de Dios y su señorío absoluto sobre la historia y el mundo» (Catecismo 304).

Dice, pues, bien la Biblia -sin ninguna ingenuidad teológica- que es Dios quien «esparce la escarcha como ceniza, hace caer el hielo como migajas y con el frío congela las aguas; envía una orden y se derriten, sopla su aliento y corren hacia el mar» (Sal 147,16-18). Jesús mismo dice que es Dios quien «hace salir el sol», «hace llover», y «alimenta y viste» a sus criaturas (Mt 5,45; 6,26.30).

Y Dios, evidentemente, coopera también a la acción de todas las criaturas-libres. En efecto, «Dios concede a los hombres poder participar libremente en su providencia... no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos» (Catecismo 307). Ninguna acción del hombre, por tanto, puede producirse sin el concurso divino, pues en Dios «vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). «Cuanto hacemos, eres Tú quien para nosotros lo hace» (Is 26,12). Es éste, sin duda, un gran misterio, de difícil investigación teológica. ¿Cómo Dios puede mover la libertad del hombre sin destruirla?

Santo Tomás dice así: «Nuestro libre arbitrio es causa de su acto, pero no es necesario que lo sea como causa primera. Dios es la causa primera que mueve las causas-naturales [las criaturas] y las causas-voluntarias [los hombres]. Moviendo las causas-naturales, no destruye la naturalidad y espontaneidad de sus actos. Igualmente, moviendo las causas-voluntarias, no destruye la libertad de su acción, sino más bien la confiere, la hace en ellas. En una palabra, Dios obra en cada criatura según su modo de ser» (STh I,83,1 ad 3m).

Dios con su providencia gobierna todo

La providencia divina es el gobierno de Dios sobre el mundo, es la ejecución en el tiempo del plan eterno de Dios sobre el mundo. Ningún suceso, grande o pequeño, bueno o malo, sorprende el conocimiento de Dios o contraría realmente su voluntad. En este sentido, todo cuanto sucede es providencial. Pensar que la criatura pueda hacer algo que se le imponga a Dios, aunque éste no lo quiera, es algo simplemente ridículo. Dios es omnipotente. La creación nunca se le va de las manos, en ninguna de sus partes. Tal posibilidad es inconcebible para una mente sana.

La armonía del orden cósmico es la manifestación primera de la providencia de Dios. Es asombrosa, es un milagro permanente. No sería en absoluto explicable la permanencia milenaria de los órdenes naturales sin una suprema y eficaz Inteligencia ordenadora.

«En efecto, vemos que cosas sin conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin -lo que es patente, ya que siempre o frecuentemente obran del mismo modo, y en orden a conseguir lo que es óptimo [por ejemplo, la maduración de un fruto, su desarrollo genético sumamente complejo y perfecto]-; es claro, pues, que alcanzan sus fines no por azar, sino intencionalmente. Ahora bien, los seres sin conocimiento no pueden tender a un fin sino bajo la dirección de otro ser consciente e inteligente, como la flecha lanzada por el arquero. En consecuencia, existe un Inteligente, a quien llamamos Dios, que ordena a fin todas las cosas naturales» (STh I,2,3).

Toda la historia humana es providencial, la de los pueblos y la de cada hombre. «Sabemos que Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman» (Rm 8,28). La historia podrá parecernos muchas veces «un cuento absurdo contado por un loco», pero todo tiene un sentido profundo, nada escapa al gobierno providente de Dios, lleno de inteligencia y bondad. Esta es sin duda una de las principales revelaciones de la Sagrada Escritura. El Catecismo menciona la historia de José y la de Jesús como ejemplos impresionantes de la infalible Providencia divina (312).

Recordemos la historia de José, vendido por sus hermanos como esclavo a unos madianitas... Todo un conjunto de circunstancias, cada una de ellas perfectamente contingente, muchas de ellas criminales, le conducen a ser ministro del Faraón y a recibir en Egipto a sus hermanos. Pero José es bien consciente de que su vida es un despliegue misterioso de la providencia divina. Y así lo dice a sus hermanos: «No sois vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha puesto al frente de toda la tierra de Egipto» (Gén 45,8; +39,1s).

Recordemos la historia de Jesús, «preconocido antes de la creación del mundo, y manifestado al fin de los tiempos por amor nuestro» (1Pe 1,20). Jesús se acerca a «su hora» libremente (Jn 10,18), para que se cumplan en todo las predicciones de la Escritura (Lc 24,25-27). El es «el Misterio escondido desde los siglos en Dios». En él se realiza exactamente «el plan eterno» que Dios, «conforme a su beneplácito, se propuso realizar en Cristo, en la plenitud de los tiempos» (Ef 1,9-11; 3,8-11; Col 1,26-28). En la Pasión, concretamente, el desbordamiento de los pecados humanos no tuerce ni desvía el designio providencial divino; por el contrario, le da cumplimiento histórico: «se aliaron Herodes y Poncio Pilato con los gentiles y el pueblo de Israel contra tu santo siervo, Jesús, tu Ungido; y realizaron el plan que tu autoridad había de antemano determinado» (Hch 4,27-28). Todo es providencial en la historia de Jesús.

Y, evidentemente, la providencia de Dios que se cumple en José o en Jesús, se cumple infaliblemente en todos y cada uno de los hombres.

La providencia divina es infalible precisamente porque es universal: nada hay en la creación que pueda desconcertar los planes de Dios. Él mismo nos lo asegura:

«Sí, lo que yo he decidido llegará, lo que yo he resuelto se cumplirá... Si Yavé Sebaot toma una decisión ¿quién la frustrará? Si él extiende su mano ¿quién la apartará?» (Is 14,24.27). «De antemano yo anuncio el futuro; por adelantado, lo que aún no ha sucedido. Yo digo: "mi designio se cumplirá, mi voluntad la realizo"... Lo he dicho y haré que suceda, lo he dispuesto y lo realizaré» (46,10-11).

Dios es inmutable, no es como un hombre que va cambiando de propósitos: «Yo, Yavé, no cambio» (Mal 3,6). Ni los cambiantes sucesos de la historia hacen mudar sus planes: «Lo ha dicho él ¿y no lo hará? Lo ha prometido ¿y no lo mantendrá?» (Núm 23 ,9).

Providencia sobre lo grande y lo mínimo

Dios «ha hecho al pequeño y al grande, e igualmente cuida de todos» (Sab 6,7). «El testimonio de la Escritura -recuerda el Catecismo- es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata; tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» (303).

El Señor nos ha enseñado esto desde el principio de la Revelación: «El pasado lo predije de antemano: de mi boca salió y lo anuncié; de pronto lo realicé y sucedió». Ahora el futuro «te lo anuncio de antemano, antes de que te suceda te lo predigo» (Is 48,3-5). Lo mismo nos enseña Jesús: «Ni un solo gorrión caerá al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los pelos de la cabeza están contados» (Mt 10,29-30).

Y a Cristo Rey, precisamente en cuanto hombre, le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18), y él tiene sin duda un dominio absoluto sobre todo cuanto sucede en el mundo, grande o pequeño. No hay para él sucesos fortuitos.

Por lo demás, si el Señor providente no gobernara lo pequeño, no podría gobernar lo grande. Del clavo de una herradura de caballo, puesto con torpeza o perfección, depende que un mensajero alcance a pedir refuerzos para una batalla; de esta batalla depende la victoria o la caída de un imperio; de la suerte histórica de este imperio depende que durante siglos unas naciones sean cristianas o musulmanas... La historia de las naciones cuelga de un clavo, y la Providencia divina gobierna a quien lo puso, y domina sobre el curso de los pueblos. «Dios reina sobre las naciones» (Sal 46,9).

Providencia amorosa, no obstante el mal

También el pecado de los hombres realiza indirectamente la providencia de Dios. La muerte de Cristo -producida por causas segundas indudablemente contingentes: la traición de Judas, la cobardía de Pilatos, la ceguera de la Sinagoga; factores todos ellos que, en principio, pudieran haber sido muy distintos- no se produjo «porque se torcieron las cosas», «porque coincidieron unos cuantos personajes nefastos» (si hubiera tocado en suerte «otro» procurador romano u «otro» sumo sacerdote, todo hubiera sido muy distinto). La sagrada Escritura nos dice que la muerte de Cristo se produjo «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23). Y los judíos, que «no reconocieron a Jesús, al condenarlo, cumplieron las profecías» (13,27; +29).

Todo lo que sucede es voluntad de Dios, positiva o permisiva. «Él cuanto quiere lo hace» (Sal 113-B,3). «¿Quién puede resistir a su voluntad?» (Rm 9,19). Sabe Dios perfectamente cuál es el bien que promueve y cuál el mal que permite para un bien mayor.

La voluntad antecedente de Dios -por ejemplo, que todos seamos santos (2Tes 4,3)- no siempre se realiza, pues no es una voluntad absoluta, sino condicionada: Dios quiere la santidad de cada hombre, si no se opone a ello un bien mayor, por él mismo querido. Pero la voluntad consecuente de Dios versa, en cambio, sobre lo que él quiere en concreto, aquí y ahora; y esta voluntad es absolutamente eficaz e infalible. Esta tradicional distinción teológica, lo mismo que otras consideraciones especulativas, puede ayudar un poco a explicar el misterio; pero la Providencia divina siempre será para el hombre un gran misterio. «Mysteria semper erunt mysteria».

En todo caso, la fe nos enseña ciertamente que el Señor gobierna a sus criaturas con una providencia infinitamente amorosa y eficaz. El es cariñoso con todas sus criaturas, su reinado es un reinado perpetuo, y su gobierno va de edad en edad (Sal 144,9.13). Son maravillosos los planes que él despliega en favor nuestro (39,6). Toda nuestra historia personal o comunitaria, salud o enfermedad, victoria o derrota, encuentro o alejamiento, todo está regido providentemente por un Dios que nos ama, y que todo lo domina como «Señor del cielo y de la tierra». Ni siquiera el mal, ni siquiera el pecado del hombre, altera la providencia divina, desconcertándola. Del mayor mal de la historia humana, que es la cruz, saca Dios el mayor bien para todos los hombres. Por eso la rebeldía de los hombres contra el Señor es inútil, carece de grandeza, es ridícula. «Rompamos sus coyundas, sacumos su yugo», dicen los pecadores en tono heróico. Pero «el que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos; luego les habla con ira y los espanta con su cólera» (Sal 2,4-5).

San Agustín, gran teólogo de la providencia divina, dice que «así como los hombres malos usan mal de las criaturas buenas, así el Creador bueno usa bien de los hombres malos. El Creador de todos los hombres sabe lo que debe hacer con ellos. El pintor sabe dónde poner el color negro para que salga un hermoso cuadro, y ¿no sabrá Dios dónde poner al pecador para que haya orden en el mundo?» (ML 38,1382).

El hombre ignora los designios concretos de la Providencia: son para él un abismo insondable de sabiduría y amor (Rm 11,33-34). Muchas veces los pensamientos y caminos de Dios no coinciden con los pensamientos y caminos del hombre (Is 55,6). Por eso en este mundo el creyente camina en fe oscura y esperanza cierta, confiándose plenamente a la providencia divina, como supieron hacerlo nuestros antecesores en la fe (Heb 11). Sabemos por la fe que hasta los males aparentemente más absurdos y lamentables no son sino pruebas providenciales que el Señor dispone para nuestro bien. Así nos purifica del pecado con penas medicinales, así hace que nuestras virtudes, asistidas por su gracia y con ocasión de la prueba, se pongan en tensión, realicen actos intensos, y de este modo crezcan. El Señor nos purifica y perfecciona poniéndonos a prueba, como el oro al fuego del crisol (Jdt 8,26-27; Prov 17,3; Sab 3,6; Sal 65,10; Zac 13,9; 1Cor 11,18-19).

((Los errores antiguos y modernos sobre la providencia son innumerables. Señalaremos algunos más frecuentes.

-Muchos niegan la providencia de Dios sobre lo mínimo. Que el conductor de un coche advierta a tiempo un peligro, que los frenos respondan adecuadamente, que se produzca o se evite un grave accidente, eso «solo depende» de causas segundas: del conductor, de la resistencia de un material, del cuidado del mecánico que preparó el coche; pero «no depende de Dios» y de su gobierno providente en absoluto. Nada, pues, tiene que ver la providencia divina en que este hombre concreto pase el resto de su vida sano y activo, o bien sujeto a una silla de ruedas. Esta errónea concepción de la providencia, completamente ajena al pensamiento bíblico, y hoy considerada como teología progresista, supone un torpe regreso a la antigua ignorancia de los filósofos, para los cuales «dii magna curant, parva negligunt» (Cicerón). El Señor queda así reducido a mero espectador distante e impotente de la historia de los hombres concretos y de los pueblos. Ninguna intervención divina cabe esperar en un orden mundano cerrado en sí mismo de forma hermética. La oración de súplica es inútil. La aceptación de lo que sucede -quizá quedarse en una silla de ruedas- no es docilidad a la voluntad amorosa de un Dios providente, sino resignación estoica a unas circunstancias inevitables. Todo esto implica un completo rechazo de la revelación bíblica sobre la providencia.

-Algunos confunden lo «providencial» con lo «agradable». Si en un terrible accidente salió ileso el conductor, se dirá: «providencial«. Pero habría que decir lo mismo si de él saliera muerto o quedara recluido para siempre en una silla de ruedas: «providencial». Simplemente, todo es providencial. También la muerte de Cristo en la cruz.

-Algunos niegan la providencia de Dios o la ponen en duda con ocasión del mal, muchas veces atroz. «¿Cómo decir providencial la muerte de mi hijo único, atropellado por un conductor criminal? Eso no es providencial, eso es criminal. Y si es providencial, es que Dios o no es bueno -si permite tales cosas-, o no es omnipotente -si no puede impedirlas-». Estos dilemas sin salida, en estos mismos términos formulados, los hallamos ya en los antiguos filósofos paganos. Nos muestran bien que negar la providencia, efectivamente, equivale a negar a Dios.

-Algunos acusan a Dios y blasfeman de él con ocasión de su providencia sobre el mundo, que ellos estiman o terriblemente cruel o inexistente. No es ésta, por supuesto, la actitud evangélica. Si alguna vez, desde el fondo de nuestro dolor, nos atrevemos a «preguntar» a Dios sobre ciertos males nuestros o ajenos incomprensibles, no lo hagamos agresivamente, sino con ánimo filial, desde la humildad y la confianza, dispuestos a recibir dócilmente la respuesta o el silencio de Dios. Aunque no entendamos nada, nos fiamos de él en todo. No tiene por qué darnos explicaciones sobre cómo gobierna nuestra vida o la del mundo. En este sentido, decía San Pablo: «¡Oh hombre! ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios? ¿Acaso la pieda de barro dirá al alfarero «por qué me hiciste así»?» (Rm 9,20). Por lo demás, si de verdad creemos que la cruz de Cristo es providencial, ya estamos curados de espanto ante lo que suceda, sea lo que fuere.

Guardémonos de acusar a Dios: ningún problema habría si Dios hubiera hecho al hombre necesario, como las piedras, las plantas o los astros; pero quiso hacerlo a imagen Suya, quiso hacerlo libre, con todos los riesgos y grandezas que ello implica, con posibilidad de méritos admirables y de abominables culpas y crímenes. Y lo hizo previendo un Redentor que haría sobreabundar la gracia donde abundó el pecado (Rm 5,20). Lo hizo previendo que un dolor leve y pasajero en esta tierra, «valle de lágrimas», sería introducción en una gloria indecible y eterna (2Cor 4,17-18). Así pues, guardémonos bien de mirar con acusación y amargura la providencia divina, que es con nosotros mil veces más suave de lo que nos merecemos: «No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas; como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Sal 102,10-14).

-No intentemos forzar los planes de la providencia de Dios, ni con oraciones llenas de exigencia, ni con «chantajes» inadmisibles: «Que baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos» (Mc 15,32). Los antiguos judíos, sitiados por los asirios en Betulia, flaquearon en su esperanza, y se atrevieron a «emplazar» a Dios: O nos salvas en cinco días o entregamos la ciudad. Pero el Espíritu divino suscitó a Judit, mujer llena de fe y de confianza: «¿Quién sois vosotros para tentar a Dios? ¿Al Dios omnipotente pretendéis poner a prueba?... De ningún modo, hermanos, irritéis al Señor, Dios nuestro, que si no quisiere ayudarnos en los cinco días, poder tiene para protegernos en el día que quisiere o para destruirnos en presencia de nuestros enemigos. No pretendáis forzar los designios del Señor, Dios nuestro, que no es Dios como un hombre que se mueve por amenazas. Por tanto, esperando la salvación, clamemos a él para que nos socorra. Y él escuchará nuestra súplica, si le place hacerlo» (Jdt 8,12-17).))

Modos del gobierno divino providente

La providencia de Dios ordena inmediatamente todas y cada una de las criaturas a su fin. Las innumerables mediaciones de que Dios se vale -una persona, un libro, un encuentro, una persecución- no eliminan la inmediatez propia de la acción divina. Cuando Dios nos toca por sus criaturas, no nos llega de él solo la virtualidad de su acción, sino que inmediatamente Dios mismo nos toca, ya que él no se distingue de su acción.

Estos son los medios por los que Dios realiza su gobierno providencial:

1.-Por las leyes físicas, que él imprime y mantiene vigentes en las criaturas. El Señor hizo desde el principio sus obras, «las ordenó para siempre y les asignó su oficio, según su naturaleza.... y jamás desobedecerán sus mandatos» (Sir 16,27.29).

2.-Por las leyes morales, y también por las frecuentísimas iluminaciones y mociones particulares con las que dirige al hombre. El Señor no sólamente creó al hombre, y por las leyes morales «le llenó de ciencia e inteligencia, y le dio a conocer el bien y el mal» (Sir 17,6), sino que además obra una y otra vez sobre él; «es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Un ejemplo: el anciano Simeón, «movido por el Espíritu Santo, vino al Templo» y encontró a Jesús (Lc 2,27). Aquí no hay casualidad, hay providencia. El hombre carnal atribuye todo lo que hace a sí mismo, a la casualidad o a las causas segundas. Pero dice verdad la Escritura inspirada cuando afirma que Simeón fue al Templo movido por un Intimo impulso de Dios providente. Toda nuestra vida está llena de iluminaciones y mociones de Dios.

3.-Por la oración de petición. El Señor quiere que pidamos; nos manda pedir. «Pedid y se os dará» (Lc 11,9). La oración de petición es eficaz, pero no lo es porque cambie o fuerce la voluntad de Dios providente, sino porque ayuda a que en el hombre se realice el plan de Dios.

Sin necesidad de grandes especulaciones filosóficas y teológicas, los creyentes siempre han sabido que sus peticiones a Dios eran escuchadas, eran eficaces. Así Judit, antes de obrar, ora: Señor, «tú ejecutas las hazañas, las antiguas, las siguientes, las de ahora, las que vendrán después; tú planeaste lo que estaba por venir, y sucedía como tú lo habías decretado, y se presentaba diciendo «Heme aquí», pues todos tus caminos están dispuestos, y previstos todos tus juicios». Sobre esa fe en la providencia se apoya la súplica: «Dame a mí, pobre viuda, fuerza para ejecutar lo que he premeditado» (Jdt 9,12-14; +Est 4,17s; 5,1s).

Santo Tomás concilia inmutabilidad de la providencia y eficacia de la oración de petición: «Excluir el efecto de la oración (alegando la inmutabilidad de la providencia de Dios) equivale a excluir el efecto de todas las otras causas. Así pues, si la inmutabilidad del orden divino no priva a las demás causas de sus efectos, tampoco resta eficacia a la oración. En consecuencia, las oraciones tienen valor no porque cambien el orden de lo eternamente dispuesto, sino porque están ya comprendidas en dicho orden» (S. Contra Gentiles III,96).

4.-Por intervenciones extraordinarias y milagrosas. La fe cristiana nos enseña que Dios puede hacer y a veces hace milagros. Los santos suelen hacer no pocos milagros. Y es tan «normal» que los hagan, que sin ellos la Iglesia no «reconoce» oficialmente la santidad. Pues bien, también por modos extraordinarios y milagrosos la providencia de Dios gobierna la vida de los hombres y de los pueblos. Y si los milagros no son más frecuentes, esto se debe ante todo -como dice Jesús- a nuestra poca fe (Mt 13,57-58; Mc 6,3-6).

Espiritualidad providencial

El misterio de la providencia debe ser contemplado en toda su majestuosa grandeza, en toda su belleza fascinante. Eso sí, contemplar no es comprender. Dios da a los que sinceramente le buscan luz suficiente para ir acertando con Su voluntad; pero no siempre desvela en forma clara los designios de su providencia Es verdad que algunos hombres, elegidos por Dios para ciertas misiones en el mundo, reciben de él luces especiales para entender la época, o algunos aspectos de ella, y para captar ciertos planes concretos de la providencia. Otros hay que cumplen en el mundo con fidelidad misiones importantes de Dios sin apenas entender conscientemente los planes divinos. En todo caso, sí puede decirse en términos generales que cuanto más espiritual y santo es un cristiano, con más facilidad capta la providencia de Dios sobre su tiempo, sobre las personas y las obras.

No conviene, sin embargo, que el cristiano pretenda conocer los designios de la providencia con una curiosidad exigente, tratando de eludir ese avanzar seguro del que camina en pura fe. Ya dice San Juan de la Cruz que el hombre «para llegar a Dios antes ha de ir no entendiendo que queriendo entender» (2 Subida 8,5; +Llama 3,48).

((El cristiano carnal quiere «comprender» a Dios, quiere dominarlo -saber es dominar-, es decir, quiere «ser como Dios» (Gén 3,5). Por eso, como no comprende el misterio de la providencia, o bien lo niega («Dios no interviene para nada en el mundo»), o bien se abstiene de contemplarlo. Le molesta que sus preguntas («¿Son pocos los que se salvan?», Lc 13,23; «¿Es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel?», Hch 1,6) no reciban una respuesta comprensible. El cristiano espiritual, por el contrario, no niega la providencia de Dios, ni la relega a un olvido desdeñoso, sino que humildemente la contempla día a día, dilatando así su corazón en la adoración del Inefable.))

La espiritualidad providencial nos lleva a ver el amor de Dios en todo lo que sucede. No entendemos nada de lo que pasa si no alcanzamos a ver en ello el amor de Dios en acción. Entendemos nuestra vida, la de nuestros hermanos, el desenvolvimiento de la historia, si vemos el amor de Dios como la dirección constante de ese río de vicisitudes tantas veces erradas o culpables.

Hemos de dar gracias a Dios y alegrarnos por los designios de su providencia. Y eso sea cual fuere nuestra situación y la del mundo, sea cual fuere nuestro grado de comprensión de cuanto sucede. Lo cierto es que «el Señor deshace los planes de las naciones, pero el plan del Señor subsiste por siempre, los proyectos de su corazón de edad en edad» (Sal 32,10-11). Por tanto, «canten de alegría las naciones», porque el Señor rige el mundo con justicia, y gobierna las naciones de la tierra (66,5).

Una serena confianza caracteriza el corazón de los cristianos. Pase lo que pase. El hombre necio y carnal vive en la inquietud, se altera por cualquier cosa, es «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7). El cristiano sabio y espiritual guarda siempre su alma en la confianza, porque se fía de la amorosa providencia del Señor. Nuestra vida está en las manos de un Dios que nos ama, y que todo lo gobierna. El, que ha querido ser nuestro Padre, conoce nuestras necesidades (6,32), y hasta el número de nuestros cabellos (10,30). Vivimos tranquilos y confiados, aunque tengamos que pasar por valle de tinieblas, seguros de que él va con nosotros (Sal 22,4).

Nuestra voluntad queda en la paz cuando nada desea al margen de la voluntad de Dios, la que sea, la que su providencia nos vaya manifestando en cada momento. No nos inquietamos por el mañana, que ya el mañana tendrá sus propias inquietudes. Acallamos y moderamos nuestros deseos, como un niño en brazos de su madre. Le basta a cada día su afán (Mt 6,34; Sal 130,2-3). Quede la inquietud y ansiedad para el que no se apoya en Dios, sino en sí mismo o en la criatura: «Maldito el hombre que en el hombre pone su confianza, y de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón de Yavé» (Jer 17,5).

Este abandono confiado en la Providencia divina ha marcado tan profundamente la espiritualidad del pueblo cristiano que tiene numerosas expresiones en el habla común: «Que sea lo que Dios quiera», «Dios proveerá», «Dios dirá», «Dios quiera que»..., «Si Dios quiere» (+Sant 4,15), «Con el favor de Dios», «Gracias a Dios», «Así nos convendrá», «No hay mal que por bien no venga», «Todo está en manos de Dios», «Dios escribe derecho sobre renglones torcidos», «Dios da la ropa según el frío», «Dios aprieta, pero no ahoga», «El hombre propone y Dios dispone», etc.

El abandono en la Providencia divina nos guarda en la paz. Los cristianos hemos de querer las cosas que nos parecen buenas y oportunas, y debemos pretenderlas con empeño, pero sin apegos carnales, sin agobios, sin prisas, guardando el corazón siempre libre de todo lazo, siempre suelto en docilidad incondicional al impulso, tantas veces imprevisible, del Espíritu Santo, en una ofrenda vital incesante: «No se haga mi voluntad, sino la Tuya» (Lc 22,42).

Si confiamos en la providencia, si en Dios tenemos puesta toda nuestra esperanza, tendremos absoluta fortaleza y paciencia en las pruebas. Nada podrá con nosotros: ni hambre, ni angustia, ni persecución, ni criatura de arriba o de abajo: nada «podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,35-39). Si contemplamos la providencia de Dios en la cruz de Cristo, sabremos contemplar el amor divino en la cruz que suframos, sea cual fuere.

Los santos nos dan ejemplo de audacia evangélica porque confían en la providencia. Ellos están convencidos de que «lo que es imposible a los hombres, es posible para Dios» (Lc 18,27). Intentan confiadamente su propia santificación y la de sus hermanos. No se desconciertan ante los peores desastres y las mayores injusticias. Acometen empresas espirituales que a la prudencia de la carne parecen descabelladas. Llevan la pobreza hasta unos límites de despojamiento que se dirían locura. La explicación de todo esto es muy sencilla: son hijos de Dios que confían en la providencia del Padre celestial. «Con tu auxilio embestimos al enemigo, en tu Nombre pisoteamos al agresor: pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria. Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios» (Sal 43,6-9).

La vía del abandono

El abandono confiado en la Providencia divina -tal como lo hemos venido describiendo- llega a constituir en la historia de la espiritualidad una de las síntesis prácticas más perfectas, pues siendo tan alta como sencilla, es una espiritualidad asequible a todos los cristianos, sea cual fuere su condición o estado (+Catecismo 305).

Esta espiritualidad, netamente evangélica y fundamentada en la teología de la Providencia establecida sobre todo por San Agustín y Santo Tomás, ha tenido muy altos exponentes, entrre los que citaremos a Santa Catalina de Siena en el Diálogo, a San Francisco de Sales en L'Amour de Dieu, a Bossuet en su Discours sur l'acte d'abandon à Dieu, a Santa Teresita del Niño Jesús en su caminito de la infancia espiritual, a Dom Vital Lehodey en Le saint Abandon, o al padre Garrigou-Lagrange en La Providence et la confiance en Dieu; fidélité et abandon.

Conscientes de que «todo está sometido a la Providencia no sólamente en general, sino en particular, hasta en el menor detalle» (STh I,22,2), conocemos que «por encima de la secuencia de hechos exteriores de nuestra vida, hay una serie paralela de gracias actuales que nos son ofrecidas» cada día por Dios (Garrigou-Lagrange 265). Y así, de una parte, queremos ser fieles a la voluntad divina, ofrecida como gracia en «las pequeñas cosas» de cada «momento presente»; y de otra, queremos abandonarnos, haciéndonos como niños, sin ninguna inquietud, a todo lo que la Providencia divina quiera disponer.

3. Jesucristo

J. Galot, ¡Cristo! ¿Tú, quién eres?, Madrid, CETE 1982; Jesús liberador, ib.; R. Latourelle, Milagros de Jesús y Teología del milagro, Salamanca, Sígueme 1990; Dom Columba Marmion, Jesucristo, vida del alma, Pamplona, Fund. GRATIS DATE 19934; J. Rivera, Jesucristo, Apt. 307, Toledo 1997; J. A. Sayés, Cristología fundamental, ib.1985; Jesucristo, nuestro Señor, Madrid, EDAPOR 1985.

Jesucristo, vida de los hombres

Jesús es el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por él (Jn 14,6). El es el autor, el modelo y el fin de la vida sobrenatural de los hombres. El es el vivificador de los hombres pecadores, muertos por el pecado (11,25; 14,6). El ha sido enviado por el Padre para que los hombres en él tengan vida, y vida abundante (10,10).

Jesucristo es el vivificador de los hombres porque es el Hijo del Padre, igual en todo el Padre. Ahora bien, lo propio del Padre es engendrar, transmitir vida semejante a la suya, y acrecentarla. Y eso es precisamente lo que el Hijo de Dios encarnado, no solo en cuanto Dios, también en cuanto hombre, hace con los hombres: comunicarles por el Espíritu la vida eterna. «Como el Padre tiene la vida en sí mismo, así dio también al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26). Y «como es fuente de vida el Padre que me envió, y yo vivo del Padre, así quien me come a mí, también él vivirá por mí» (6,57).

El Padre nos «predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el Primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Cristo es así el nuevo Adán. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante» (1Cor 15,45).

Conocer a Jesucristo

La vida eterna está en conocer a Jesucristo (Jn 17,3). Jesús mismo, su nacimiento, es el primer Evangelio (Lc 2,10-11). El que busca en los Evangelios sobre todo enseñanzas morales, en muchos capítulos se verá defraudado; y es que no coincide su intención con la intención expositiva de quienes los escribieron. Los Evangelios fueron escritos ante todo para manifestar a Jesucristo, para suscitar la fe en Cristo, Hijo de Dios, Salvador único (Jn 20,30-31).

Por eso mismo evangelizar es «anunciar el misterio de Cristo» (Col 4,3;+1,25-27; 2,3-4; Rm 16,25-27; Ef 1,8-10; 3,8-13; Flp 1,1-18; Hch 5,42). «No hay evangelización verdadera -dice Pablo VI- mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios» (Evangelii nuntiandi 8-XII-1975, 22).

«Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt 5,8). En efecto, el ejercicio de las virtudes facilita «la adquisición del conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pe 1,5-8). Pero nadie puede llegar a conocerle si el Padre no se lo revela (Mt 16,17), y nadie puede llegar a él si el Padre no le atrae (Jn 6,44). A la Virgen María le pedimos: «Muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre».

«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Conocer un poco a Cristo vale más que conocer mucho de otras muchas cosas. Es el bien más precioso:

-porque cuanto más conocemos a Jesús, más le amamos, y la vida cristiana entera, en todas sus dimensiones -oración, obediencia, castidad, perdón, etc.- tiene su raíz y su fuerza en el amor a Jesucristo.

-porque toda la doctrina espiritual cristiana tiene su clave en el mismo Cristo. Para comprender y vivir el amor al prójimo lo más importante es haber contemplado el amor de Cristo a los hombres, pues nosotros hemos de amarlos «como él nos amó» (Jn 13,34). Igualmente la pobreza evangélica no es una doctrina ética en sí misma; es ante todo enamorarse de Cristo pobre, participar de la misma pobreza de aquel que «siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2Cor 8,9). Y lo que sucede con la caridad al prójimo o con la pobreza sucede con todo lo que en el Evangelio se enseña.

-porque la contemplación de Cristo nos transfigura en él. «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6). Y esta progresiva configuración a Cristo se hará perfecta cuando la fe llegue a la visión: «Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3,2).

Jesús ante los hombres

Jesucristo resulta un hombre misterioso. Aunque es semejante a los hombres en todo (Heb 2,17; 4,15), es misterioso por lo que hace -resucita muertos, calma tempestades, cura leprosos-, es misterioso por lo que enseña -son dichosos los que lloran, hay que amar a los enemigos-, es misterioso sobre todo por su identidad personal -él se dice hombre celestial, de arriba, anterior a Abraham, igual al Padre, resurrección de los hombres, capaz de perdonar los pecados y de comunicar el Espíritu divino-. «¿Quién es éste?»... (Mc 4,41). Es «el Cristo de Dios» (Lc 9,20). Es «el misterio de Dios» (Col 2,3).

Se presenta ante los hombres con una gran autoridad, tanto en sus palabras (Mt 24,35) como en sus obras (Lc 4,28-30; Jn 18,6). Esto para unos es una provocación intolerable (Jn 2,18), para otros un gran gozo (Mt 7,28-29; Mc 1,22.27).

Siempre que Jesús se presenta ante los hombres se dividen sobre él las opiniones apasionadamente (Jn 7, 12-13, 30-32, 40-43, 46-49; 9,16; 10, 19-21; etc.) Realmente es «signo de contradicción» (Lc 2,34-35). No cabe ante él la indiferencia.

Es odiado por unos hasta el insulto, la calumnia, la persecución y el asesinato. Es admirado por otros hasta la devoción más entusiasta: se agolpan en torno a él las muchedumbres que vienen de todas partes (Mc 3,7-10; 6,34-44; Lc 12,1); hacen de él comentarios de sumo elogio (Lc 4,22; Jn 7,46). Es amado por sus discípulos con una amor inmenso, que a veces tiene rasgos de adoración (Mt 14,33).

Su presencia alegra el corazón de los hombres. Ya antes de nacer alegra a Juan en el seno de Isabel (Lc 1,44); recién nacido, alegra a los pastores (2,20); adolescente y adulto llena a muchos de admiración gozosa (2,47;19,37).

Así aparece Jesús ante los hombres.

El hombre Cristo Jesús

«El hombre Cristo Jesús» (1 Tim 2,5) tiene un cuerpo en todo semejante al nuestro, que crece ante los hombres, que muestra una fisonomía peculiar, que camina, come, duerme, habla... Una vez resucitado, dirá: «Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (Lc 24,39).

Jesús, nuestro único Maestro (Mt 23,8), tiene un entendimiento totalmente lúcido para la verdad, invulnerable al error. Cristo no discurre o argumenta laboriosamente, sino que penetra la verdad inmediatamente, como quien es personalmente la Verdad (Jn 14,6). Deshace fácilmente las trampas dialécticas que le tienden (Mt 22,46). Y con admirable sencillez, enseña con parábolas a cultos e ignorantes, irradiando verdad con la misma facilidad con que la luz ilumina. El es la Luz (Jn 8,12; 9,5; 12,36). El es la Luz que viene de arriba (8,23), del Padre de las luces (Sant 1,17), «el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,78-79).

Toda la sabiduría de Jesucristo procede del Padre; él solo enseña lo que oye al Padre (Jn 8,38; 12,49-50; 14,10). Conoce a Dios, y lo conoce con un conocimiento exclusivo (6,46; 8,55), como quien de él procede (7,29); y puede revelarlo a los hombres (Mt 11,27). Conoce a los hombres, a todos, a cada uno, en lo más secreto de sus almas (Jn 1,47; Lc 5,21-22; 7,39s): «los conocía a todos, y no necesitaba informes de nadie, pues él conocía al hombre por dentro» (Jn 2,24-25). Conoce los sucesos futuros que el Padre quiere mostrarle en orden a su misión salvadora. Predice su muerte, su resurrección, su ascensión, la devastación del Templo, y varios otros sucesos contingentes, a veces hasta en sus detalles más nimios (Mc 11,2-6; 14,12-21. 27-30). «Yo os he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, os acordéis de ellas y de que yo os las he dicho» (Jn 16,4).

El hombre Cristo Jesús tiene una voluntad santa y poderosa, perfectamente libre e impecable. Jesús es el único hombre completamente libre: libre ante la tentación (Mt 4,1-10), libre de todo pecado (Jn 8,46; 1Pe 2,22; Heb 4,15), libre totalmente de sí mismo para amar al Padre y a los hombres con un amor potentísimo (Jn 14,31; 15,13; Rm 8,35-39). Y toda esta santidad, fuerza y libertad de la voluntad de Cristo procede de su total sujeción a la voluntad del Padre (Jn 5,30; 6,38; Lc 22,42).

La sensibilidad de Jesús es profunda e intensa; vibra con maravillosa armonía en todas las modalidades de la afectividad humana. Es enérgico, sin dureza; es compasivo, sin ser blando... Ninguna dimensión de su vida afectiva domina en exceso sobre las otras.

Jesús es sensible al hambre, a la sed, al sueño, al cansancio. El Corazón sagrado de Jesucristo sufre con la traición de Judas, con las negaciones de Pedro o con el abandono de los discípulos. Llora la ruina de Jerusalén (Lc 19,41), llora la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11,33-38). Mira con ira (Mc 3,5), dice palabras terribles, incluso a sus amigos (Mt 23; 17,17), y sabe usar el látigo cuando conviene (Jn 2,14-17). Tiene deseos ardientes (Lc 22,15), se ve triste hasta la muerte (Jn 12,27; Mc 14,33-34), y llega a sentirse abandonado por el Padre (Mt 27,46). Otras veces está radiante en el gozo del Espíritu (Lc 10,21), mira con amor al joven rico (Mc 10,21), es amigo cariñoso con los suyos (Jn 13,1. 33-35). Pero quizá la misericordia, la compasión más profunda y delicada, sea el sentimiento de Jesús más frecuentemente reflejado en los evangelios: tiene piedad de enfermos y pobres, de niños y pecadores, de la extranjera que tiene una hija endemoniada (Mc 7,26), de la viuda que perdió su hijo (Lc 7,13), de la muchedumbre hambrienta y sin pastor (Mc 8,2; Mt 9,36).

El hombre Cristo Jesús es la imagen perfecta de Dios: quien le ve a él, ve al Padre (Jn 14,9). Y como enseña el concilio Vaticano II, es también la imagen perfecta del hombre: «él manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación. El, que es «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado» (GS 22ab). Nunca nosotros habíamos conocido, por ejemplo, un hombre realmente libre (Rm 7,15). Es decir, nunca habíamos conocido un hombre perfectamente humano. Cristo es quien nos ha revelado qué es de verdad el hombre.

Pues bien, el Padre nos ha destinado a configurarnos a Jesucristo, de modo que él venga a ser Primogénito de muchos hermanos (Rm 8,29). No contemplamos la belleza de Cristo con una admiración distante o impersonal, como si para nosotros fuera totalmente inasequible: la contemplamos como cosa nuestra, como algo a lo que estamos invitados y destinados a participar. Y de este modo, todos participamos de la hermosura y de la bondad de Cristo, «lleno de gracia y de verdad...: de su plenitud recibimos todos gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16).

Jesucristo, el Hijo de Dios

«¿Quién es éste?» (Mc 4,41). Después de contemplar la sagrada humanidad de Jesucristo, nos preguntamos acerca de su identidad personal misteriosa. En palabras del ángel Gabriel: «será reconocido como Hijo del Altísimo, será llamado Santo, Hijo de Dios» (Lc 1,32. 35). Y en palabras de Simón Pedro: él es «el Mesías, el Hijo del Dios viviente» (Mt 16,16).

Cuando los Apóstoles dicen que Jesús es el Hijo de Dios ¿qué quieren decir? Quieren decir que Jesús es «imagen del Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra...; todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. El es también la Cabeza del cuerpo, de la Iglesia: El es el Principio, el primogénito de los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos» (Col 1,15-20; +Flp 2,5-9; Heb 1,1-4; Jn 1,1-18).

«En Cristo habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,9). La unión existente entre Dios y Jesús no es sólamente una unión de mutuo amor, de profunda amistad, una unión de gracia, como la hay en el caso del Bautista o de María, la Llena de gracia. Es mucho más aún: es una unión hipostática, es decir, en la persona. Así lo confiesa el concilio de Calcedonia (a.451): Jesucristo es «el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre... Engendrado por el Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María la Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad» (Dz 301).

Cristo Jesús es el hombre celestial (1Cor 15,47), que se sabe mayor que David (Mt 22,45), anterior a Abraham (Jn 8,58), más sabio que Salomón (Mt 12,42), bajado del cielo (Jn 6,51), para ser entre los hombres el Templo definitivo (2,19). Esta condición divina de Jesús, velada y revelada en su humanidad sagrada, se manifiesta en el bautismo (Mt 3,16-17), en la transfiguración (17,1-8), en la autoridad de sus palabras, de sus acciones y de sus milagros.

«Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2,22)» (Catecismo 547; +548-550; 1335). En efecto, Jesucristo hizo muchos milagros (Jn 20,30; 21,25; +Latourelle). En el más antiguo de los evangelios, el de San Marcos, de 666 versículos, 209 (un 31%) se refieren a milagros; y aumenta la proporción si nos fijamos en los diez primeros capítulos: de 425 versículos, 209 (47%). Los evangelios, de hecho, se componen básicamente de las enseñanzas y milagros del Señor. Y en ocasiones hay una unidad inseparable entre enseñanza y milagro, siendo éste una ilustración y una garantía de aquélla (por ejemplo, la multiplicación de los panes, Jn 6; la curación del ciego, 9; la resurrección de Lázaro, 11; etc.) Si se eliminan del Evangelio los milagros, todos o un buen número de ellos, causaríamos en él destrozos irreparables; gran parte del Evangelio resultaría ininteligible; y muchas palabras de Cristo serían increíbles si no estuvieran garantizadas por el milagro que las acompaña (+Catecismo 156).

Los apóstoles en su predicación atestiguaron con fuerza los milagros de Jesús, para suscitar la fe de los hombres: «Varones israelitas, escuchad estas palabras: Jesús de Nazaret, varón acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por él en medio de vosotros, como vosotros mismos sabéis»... (Hch 2,22; +10,37-39).

Jesucristo es precisamente «el Hijo» de Dios Padre. Toda su fisonomía es netamente filial. Pensemos en la analogía de la filiación humana. El hijo recibe vida de su padre, una vida semejante a la de su padre, de la misma naturaleza. Incluso el hijo suele asemejarse al padre en ciertos rasgos peculiares psíquicos y somáticos. Al paso de los años, el hijo se va emancipando de su padre, hasta hacerse una vida independiente -y no será raro que el padre anciano pase a depender del hijo-. Ya se comprende que esta analogía resulta muy pobre para expresar la plenitud de filiación del Unigénito divino respecto de su Padre. Esta filiación divina es infinitamente más real, más profunda y perfecta. El Hijo recibe una vida no solo semejante, sino idéntica a la del Padre. Y él no solo se parece, sino que es idéntico al Padre. Por otra parte, el Hijo es eternamente engendrado por el Padre, recibe siempre todo del Padre, y esa dependencia filial, con todo el amor mutuo que implica, no disminuye en modo alguno.

El Padre ama al Hijo (Jn 5,20; 10,17), y el Hijo ama al Padre (14,31): hay entre ellos perfecta unidad (14,10). Jesús nunca está solo, sino con el Padre que le ha enviado (8,16). Su pensamiento, su enseñanza, depende siempre del Padre (5,30); y lo mismo su actividad: no hace sino lo que el Padre le da hacer (14,10).

La pasión de Cristo

En «la doctrina de la cruz de Cristo» (1Cor 1,18) está la clave de todo el Evangelio. La cruz es la suprema epifanía de Dios, que es amor. Por eso no es raro que la predicación apostólica se centre en la cruz de Cristo (1,23; 2,2). Sin embargo, la cruz de Jesús es un gran misterio, «escándalo para los judíos, locura para los gentiles; pero es fuerza y sabiduría de Dios para los llamados, judíos o griegos» (1,23-24).

Gran misterio: una Persona divina llega a morir de verdad. Parece imposible, inconcebible. Pero es verdad: el Hijo divino encarnado experimentó la suprema humillación de la muerte y de la cruz. En tal muerte ignominiosa los judíos incrédulos vieron la prueba de que no era el Hijo de Dios (Mt 27,43). Pero otros, como el centurión, por la cruz llegaron a la fe: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios» (Mc 15,39).

Gran misterio: el Padre decide la muerte de su Hijo amado. «El nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como víctima expiatoria de nuestros pecados» (1 Jn 4,10). «No perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por todos nosotros» (Rm 8,32). ¿Cómo es posible que la suma abominación de la cruz sucediera «según los designios de la presciencia de Dios» (Hch 2,23)? Sin embargo, ha sido así como «Dios [Padre] ha dado cumplimiento a lo que había anunciado por boca de todos los profetas: que su Mesías iba a padecer» (3,18). La cruz, sin duda, fue para Cristo «mandato del Padre» (Jn 14,31), y su obediencia hasta la muerte (Flp 2,8), fue una obediencia filial prestada al Padre (Mt 26,39)...

Gran misterio: la obra más santa de Dios confluye con la obra más criminal de los hombres. En aquella hora de tinieblas, los hombres matamos al Autor de la vida (Hch 3,14-19; Mc 9,31), y de esa muerte nos viene a todos la vida eterna...

Gran misterio: la muerte de Cristo en la cruz es salvación para todos los hombres. ¿Cómo explicar esa causalidad salvífica universal de la muerte de Jesucristo? La Revelación, ciertamente, nos permite intuir las claves de tan inmenso y misteriioso enigma...

La cruz de Cristo es expiación sobreabundante por los pecados del mundo. «El castigo salvador peso sobre él, y en sus llagas hemos sido curados» (Is 53,5). «El justo por los injustos»... (1Pe 3,18; +2,22-25; Rm 5,18; 2Cor 5,14-15).

La cruz de Cristo es reconciliación de los hombres con Dios. «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo y no imputándole sus delitos» (2Cor 5,19; +Col 1,20.22; 1 Tim 2,5-6).

La cruz de Cristo ha sido nuestra redención. Al precio de la sangre de Cristo, hemos sido comprados y rescatados del pecado y de la muerte (1Cor 6,20; 1Pe 1,18-19; Mc 10,45; Jn 10,11). Jesús «se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo que fuese suyo, fervoroso en buenas obras» (Tit 2,14).

La cruz de Cristo es un sacrificio, una ofrenda cultual de sumo valor santificante. «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y víctima a Dios» (Ef 5,2; +Rm 3,24-25; 5,9; 1Cor 5,7).

La cruz de Cristo es victoria sobre el Demonio, que nos tenía esclavizados por el pecado. «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31; +Col 2,13-15).

El signo de la cruz

Cuando contemplamos el misterio de la cruz, vemos ante todo un signo doloroso, clavos, sangre, sufrimiento, abandono, humillación extrema, muerte. Y nos preguntamos ¿qué nos significa Dios con la suma elocuencia del Crucificado? ¿Cuál es la realidad que en el signo de la cruz se nos ha de revelar?...

1.-La cruz es la revelación suprema de la caridad, es decir de Dios, pues Dios es caridad, y a Dios nadie le había visto jamás (1 Jn 4,8.12; Tit 3,4). Muchas cosas pueden revelar el amor -la palabra, el gesto, la ayuda, el don-, pero el signo más elocuente, el más fidedigno e inequívoco del amor es el dolor: mostrarse capaz de sufrimiento, de dolor extremo, en bien del amado. Pues bien, el que quiera conocer a Dios -y en ese conocimiento está la vida eterna (Jn 17,3)-, que mire a Cristo, y a Cristo crucificado. Por eso Dios dispuso en su providencia la cruz de Cristo, para expresar-comunicar por ella en forma definitiva el misterio eterno de su amor trinitario.

Esta es la realidad expresada en el signo de la cruz. No es raro, pues, que los santos no se cansen de contemplar la pasión de nuestro Señor Jesucristo.

El signo de la cruz, alzado para siempre en medio del mundo, nos dice con su extrema elocuencia:

-Así nos ama el Padre. «Dios acreditó su amor hacia nosotros en que, siendo todavía pecadores [enemigos suyos], Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8; +Ef 2,4-5). Mirando al Crucificado, ya nunca dudaremos del amor que Dios nos tiene, sea cual fuere su providencia sobre nosotros.

-Así Cristo ama al Padre, hasta llevar su obediencia al extremo de la muerte, y muerte de cruz (Flp 2,8). Refiriéndose a su cruz, dice Jesús poco antes de padecer: «Conviene que el mundo conozca que yo amo al Padre, y que según el mandato que me dio el Padre, así hago» (Jn 14,31). Podría Cristo haber resistido y evitado la cruz (Mt 26,53-54; Jn 18,5-6.11); pero quiso entregarse «libremente», para revelar al mundo su amor al Padre, expresado en la obediencia a su mandato (10,17-18).

-Así Cristo nos ama, hasta dar su vida por nosotros, como buen pastor (Jn 10,11), para darnos vida eterna, vida sobreabundante (10, 10.28), para recogernos de la dispersión y congregarnos en la unidad (12,51-52). Jesús aceptó la cruz para así hacernos la suprema declaración de amor: «Nadie tiene un amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (15,13).

-Así hemos de amar a Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas (Mc 12,30), como el Crucificado amó al Padre. Permaneceremos en el amor de Dios, si guardamos sus mandatos, como Cristo se mantuvo en el amor del Padre, obedeciendo su mandato (Jn 14,15.21-24; 15,10; 1 Jn 5,2-3).

-Así hemos de amar a los hombres, como Cristo nos amó (Jn 13,34). El que quiera aprender el arte de amar al prójimo, y quiera ponerlo en práctica, que contemple la cruz, que se abrace a la cruz. Solo así su amor será sincero y fuerte. Cristo «dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3,16).

Cristo Crucificado es la proclamación máxima de la ley evangélica: amor a Dios, amor al prójimo. Y del amor extremo (Jn 13,1) del Crucificado nos viene la fuerza para vivir ese amor que en la cruz nos enseñó.

2.-La cruz revela a un tiempo el horror del pecado y el valor de nuestra vida. Si alguno pensaba que nuestros pecados eran poca cosa, y que la vida humana era una sucesividad de actos triviales, condicionados e insignificantes, que mire la cruz de Cristo, que considere cuál fue el precio de nuestra salvación (1Cor 6,20). Si alguno sospechaba que nuestra vida apenas tenía valor e importancia ante Dios, Señor del cielo y de la tierra, que mire la cruz de Jesús, y que se entere de que no hemos sido «rescatados con plata y oro, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Cristo» (1Pe 1,18-19). Y que no piense tampoco que ese amor y ese precio Jesucristo lo entregó «por la humanidad» en general, pero no «por mí»; pues cada uno de nosotros puede decir con toda verdad lo mismo que San Pablo: «El Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20).

3.-La cruz es el sello que garantiza la verdadera espiritualidad cristiana. «No hay perdón sin derramamiento de sangre» (Heb 9,22). Hemos de tomar la cruz cada día si queremos ser discípulos de Cristo (Lc 14,27). Cuando nos enseñen un camino espiritual, fijémonos bien si lleva la cruz, el sello de garantía puesto por Jesús. Si ese camino es ancho y no pasa por la cruz sino que la rehuye, no es el camino de Cristo: el verdadero camino evangélico, el que lleva a la vida, es estrecho y pasa por puerta angosta (Mt 7,13-14).

La glorificación del humillado

«El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11;18,14). Cristo bendito no se mantuvo igual a Dios en gloria, sino que se abatió hasta el abismo de la muerte, y «por eso Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,5-11).

La glorificación del Humillado se produce en misterios sucesivos, hondamente vinculados entre sí. Cristo mismo, por su palabra, va iluminando previamente el significado de tales misterios: su muerte y resurrección (Lc 9,22), su ascensión a los cielos (Jn 20,17; Mt 28,7), la comunicación pentecostal del Espíritu Santo (Hch 1,4).

-La muerte en la cruz, ya es el comienzo de la glorificación de Cristo, alzado de la tierra, como en Israel fue alzada la serpiente de bronce (Jn 3,14-15; 12,32): la naturaleza tiembla, se rasga el velo del Templo (Mt 27,51-54; Lc 23,44-49), muchos hombres, golpeándose el pecho, reconocen a Jesús (Mc 15,39; Lc 23,48).

Cristo, al morir, entregó al Padre su espíritu (Lc 23,46; Jn 19,30). Inmediatamente el alma humana de Jesús es glorificada por el Padre, aunque todavía no su cuerpo. Ya anunció Cristo que pasaría «tres días y tres noches en el seno de la tierra» (Mt 12,40).

-El descenso al reino de los muertos, el «sehol» de los judíos, continúa glorificando al Humillado. «Muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu, en él fue a predicar a los espíritus que estaban en la prisión» (1Pe 3,18-19; +Ef 4,8-10). Un júbilo indecible ilumina el reino de las sombras. Cristo es ahora un muerto entre los muertos, él es, para esperanza viva de todos ellos, «el Primogénito de los muertos» (Col 1,18). El es la puerta abierta que da paso al reino de la luz y de la vida. «Yo soy la puerta; el que por mí entrare se salvará» (Jn 10,9).

-La resurrección de Cristo es absolutamente gloriosa. Se cumplen en ella las profecías (Sal 15,10; Hch 2,27) y los anuncios del mismo Jesús (Mt 12,40; 28,5-6; Lc 9,22; Jn 2,19;10,17):... al tercer día, en el día siguiente al sábado.

No es la fe de los discípulos la que crea la resurrección del Maestro; es la resurrección de Jesús la que crea la fe de los discípulos. Éstos, tras los sucesos del Calvario, estaban atemorizados y perplejos, y ni siquiera dieron crédito a los primeros testimonios de la resurrección (Mc 16,8-11; Lc 24,22-24). Incluso cuando ya se les aparece el Resucitado, «aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu», y es el mismo Cristo el que les habla, se deja ver y tocar, come ante ellos, para convencerles de la realidad de su resurrección (24,37-43; Jn 20,24-28).

Cristo resucitado está verdaderamente investido de la gloria divina. Los apóstoles, a quienes fue dado ser «testigos oculares de su majestad» (l Pe 2,16), pudieron decir con toda razón: «Hemos visto al Señor» (Jn 20,24), «hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14); hemos visto, tocado y oído realmente al Verbo de la vida (1 Jn 1,1), hemos «comido y bebido con él después de resucitado de entre los muertos» (Hch 10,40-41).

«Los apóstoles atestiguaban con gran poder la resurrección del Señor Jesús» (Hch 4,33): ésta fue la Buena Noticia fundamental de la predicación apostólica (2,24.32; 17,31s; 1Cor 15,1-8). La idea de la resurrección era perfectamente extraña para los griegos, era algo increíble y ridículo (Hch 17,32), y entre los mismos judíos era un tema discutido: los saduceos negaban la resurrección, los fariseos creían en ella (23,8). Es Cristo resucitado quien nos asegura con certeza la Buena Noticia: hay otra vida; los muertos resucitarán en el último día.

Es el Padre quien resucita al Hijo, quien despierta al Hijo, dormido en la muerte (Hch 2,27-28; Rm 10,9; 2Tes 1,10), cumpliendo así lo que había prometido públicamente: «Yo le glorifiqué y de nuevo le glorificaré» (Jn 12,28; +17,5). Ello significa que el Padre admite y recibe el sacrificio redentor de Cristo en la cruz. En efecto, el Padre entrega al Hijo salvador «toda autoridad en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Ahora Jesús, el hijo de María virgen, es el «Hijo, nacido de la descendencia de David, según la carne, Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de santidad después de la resurrección de entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor» (Rm 1,3-4).

Es el Padre quien «nos reengendró a una viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (1Pe 1,3). Y nosotros contemplamos ahora «cual es la excelsa grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, según la fuerza de su poderosa virtud, que él ejerció en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos» (Ef 1,19-20; +Jn 1,12-13; 3,5-7; Ef 2,5-6; Col 2,13).

Después de su resurrección, Jesucristo tuvo un trato frecuente y amistoso con sus discípulos, «se dio a ver en muchas ocasiones, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios, y comiendo con ellos» (Hch 1,3-4). Pero esto modo de presencia había de terminar, como el mismo Jesús lo había anunciado: «Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28; +3,13).

-La ascensión de Jesucristo a los cielos se produjo «viéndole» los discípulos: «fue llevado hacia lo alto, y una nube lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,9; +Lc 24,50-51). La nube expresa la condición divina de Jesús (Dan 7,13-14). En la nube también, igualmente, volverá como Juez universal al fin de los tiempos (Mt 24,30-31; Hch 1,11). Cristo resucitado habita ahora en la gloria del Padre, totalmente celeste e invisible.

«El mismo que bajó es el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4,10). En adelante, se produce un cambio notable en la presencia de Cristo. El Resucitado que la Magdalena confunde con un hortelano (Jn 20,14-15), el compañero de camino de los de Emaús (Lc 24,13-31), el que hace fuego en la orilla y prepara el desayuno a sus amigos pescadores (Jn 21,1-14), es ahora el Cristo glorioso y mayestático, el Cristo lleno de fuerza y hermosura que describe el Apocalipsis (1,13-18; 5; 21,7-17): «El Señor Jesús fue elevado a los cielos y está sentado a la derecha del Padre» (Mc 16,19), «a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1,3; +Hch 2,33; 5,31; 7,56; 1Pe 3,22; Ap 5,7).

Con tales palabras se quiere expresar que la humanidad de Jesucristo ha sido de tal manera glorificada que ejerce, sin limitación alguna, el poder divino sobre toda criatura del cielo y de la tierra (Mt 28,18). Cristo resucitado es el Rey del Universo, y precisamente desde esta plenitud de potencia envía a los apóstoles: «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (28,19).

-En Pentecostés es cuando culmina la glorificación del Humillado, cincuenta días después de su resurrección. Todavía en la ascensión, el Cuerpo místico de Jesús es carnal («Señor ¿es ahora cuando vas a establecer el reino de Israel?», Hch 1,6). La glorificación de la Cabeza no es perfecta hasta que en Pentecostés el don del Espíritu Santo se difunde en todo su Cuerpo, que es la Iglesia (Jn 16,7). Ahora sí, y para siempre: El Humillado ha sido glorificado, no sólo en sí mismo, sino también en los miembros de su Cuerpo.

Vivir en Cristo

Jesucristo vivifica una raza nueva de hombres celestiales. «El primer hombre, Adán, fue hecho alma viviente; el último Adán, espíritu vivificante. El primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales» (l Col 15,45.47-48).

Jesucristo es el Pastor que en la cruz dio la vida por sus ovejas, para vivificarlas con vida sobreabundante (Jn 10, 1-30). Y si Israel era una viña plantada y cuidada por Yavé (Jer 2,21; Ez 15,6; 19,10-14; Os 10,1; Sal 79), Cristo es ahora la Vid y nosotros los sarmientos que de él recibimos vida y frutos (Jn 15,1-8). Cristo es también «la Cabeza del cuerpo de la Iglesia» (Col 1,18); él es «la Cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino» (2,19; +Ef 1,23;5,23-30; 1Cor 12). Los que somos de Cristo (1Cor 15,23), hemos sido «creados en Cristo Jesús, para hacer buenas obras, que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos» (Ef 2,10).

Ahora, pues, los cristianos vivimos en Cristo (Rm 16,12; 1Cor 1,9; Flp 4,1-7), por él (2Tes 5,9), con él (Rm 6,4;8,17; Gál 2,19; Ef 2,5-6; 2 Tim 2,11-12), revestidos de él (Rm 13,14; Gál 3,27), imitándole siempre (Jn 13,15; 1Cor 11,1; 2Tes 1,6; 1Pe 2,21), pero imitándole no como si fuera un modelo exterior a nosotros, sino en una docilidad constante a la íntima acción de su gracia en nosotros. Porque Cristo está en nosotros (Rm 8,10), habita en nosotros (Ef 3,17), se va formando día a día en nosotros (Gál 4,19). Y es que el Padre nos lo envió «para que nosotros vivamos por él» (1 Jn 4,9; +Jn 5,26; 6,57). El ideal, por tanto, será para todo cristiano aquello de San Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20).

Amar a Jesucristo

«Ya no os digo siervos, os digo amigos» (Jn 15,15). Los cristianos somos los amigos de Cristo, elegidos por él (15,16). Toda la vida cristiana ha de entenderse como una amistad con Jesucristo, con todo lo que ésta implica de conocimiento personal, mutuo amor, relación íntima y asidua, colaboración, unión inseparable, voluntad de agradarse y no ofenderse. Esa es la amistad que nos hace hijos del Padre, y que nos comunica el Espíritu Santo. Estudiar y describir sus diversos aspectos es el objeto de este libro en todos y cada uno de sus capítulos.

Santa Teresa de Jesús enseña con una convicción firmísima que la amistad con Jesucristo en cuanto hombre es el camino principal de la espiritualidad cristiana. «Con tan buen amigo presente, con tan buen capitán que se puso en lo primero en el padecer, todo se puede sufrir. Es ayuda y da fuerza, nunca falta, es amigo verdadero. Y yo veo claro que, para contentar a Dios y que nos haga grandes mercedes, quiere que sea por manos de esta Humanidad sacratísima, en quien dijo Su Majestad que se deleita. Muy, muy muchas veces lo he visto por experiencia; me lo ha dicho el Señor; he visto claro que por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos. Así que, señor, no quiera otro camino, aunque esté en la cumbre de la contemplación; por aquí va seguro. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (Vida 22,6-7). Algunos pseudo-místicos, proponiendo una oración al estilo del zen, pensaban que «apartarse de lo corpóreo» era condición indispensable para llegar a la plena contemplación y unión con Dios. Contra esto la Santa arguye con energía que «no ha de entrar en esta cuenta la sacratísima Humanidad de Cristo» (22,8). Ya lo dijo Jesús: «Nadie llega al Padre sino por mí» (Jn 14,6). «Que nosotros adrede y de propósito nos acostumbremos a no procurar con todas nuestras fuerzas traer delante siempre -y pluguiese al Señor que fuese siempre- esta sacratísima Humanidad, esto digo que no me parece bien, y que es andar el alma en el aire, porque parece que no trae arrimo, por mucho que le parezca anda llena de Dios. Es gran cosa mientras vivimos y somos humanos traerle humano» (22,9).

Nuestro corazón debe «aprender a amar a Jesucristo» conociendo el ejemplo de los santos. Ellos hablan de Jesús con el lenguaje de los enamorados. San Pablo: «cuanto tuve por ventaja, lo reputo daño por amor de Cristo, y aun todo lo tengo por daño, a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar de Cristo» (Flp 3,7-8). Es el lenguaje de Santa Teresa de Jesús:

«De ver a Cristo me quedó imprimida su grandísima hermosura... Quedó [mi alma] con un provecho grandísimo y fue éste: tenía una grandísima falta, de donde me vinieron grandes daños, y era ésta, que como comenzaba a entender que una persona me tenía voluntad, y si me caía en gracia, me aficionaba tanto que me ataba en gran manera la memoria a pensar en él... Era cosa tan dañosa que me traía el alma harto perdida; [pues bien] después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien, ni me ocupase [el corazón y la memoria]; que con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen [de Jesús] que tengo en mi alma, he quedado con tanta libertad en esto que después acá todo lo que veo me parece hace asco en comparación de las excelencias y gracias que en este Señor veía» (Vida 37,4).

Cuando sale el sol, desaparecen las estrellas. La hermosura de Cristo es inefable, pues revela la belleza de la Trinidad divina: «quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14,9).

Él es «el esplendor de la gloria del Padre» (Heb 1,3), y siendo al mismo tiempo «la imagen del Dios invisible y el Primogénito de toda criatura» (Col 1,15-19), todas las bellezas del mundo -el hombre, la mujer, los niños, los mares y los bosques, las flores y los astros, las sinfonías y los poemas- todas están sintetizadas y superadas infinitamente por Él, por nuestro Señor Jesucristo.

Conocer y amar a Jesús: ésa es la suprema bienaventuranza.

Digamos, pues, con Tomás de Kempis: «Dame, oh dulce y bondadoso Jesús, alegrarme en ti sobre todas las cosas creadas, sobre toda salud y belleza, sobre toda gloria y honor, sobre todo poder y dignidad, sobre toda ciencia y sabiduría, sobre toda riqueza y arte, sobre toda alegría y encanto, sobre toda dulzura y consuelo, sobre toda esperanza y promesa, sobre todo merecimiento y deseo, sobre todos los dones que tú puedes dar y repartir, sobre todo gozo y satisfacción que pueda sentir el corazón, por encima también de ángeles y arcángeles y sobre la corte del cielo, por encima de todo lo visible e invisible, por encima, Dios mío, de todo lo que no seas tú» (Imitación de Cristo, III,23).

Conocer y amar a Jesús es, en fin, la esencia más profunda del culto al Sagrado Corazón, del que Pío XII dice: «se considera, en la práctica, como la más completa profesión de la religión cristiana» (enc. Haurietis aquas 15-V-1956, 29).

Y como tantas veces Jesús ha sido y es odiado, menospreciado u olvidado, bien se comprende que, como dice Pío XI, «el espíritu de expiación y reparación» tiene justamente «la primacía y la parte más principal en el culto al Sacratísimo Corazón de Jesús» (enc. Miserentissimus Redemptor 8-V-1928, 9).

Pablo VI, por otra parte, declara la excelencia de este culto y devoción, relacionándolos profundamente con el misterio de la Eucaristía (cta. apost. Investigabiles divitias Christi 6-II-1965).











ORACIÓN POR MAMÁ

Señor, hoy quiero decirte que ... a mamá se le ha olvidado pensar en ella. Sólo sabe pensar en los demás.

¡Me encanta que eso pase!

A veces me gustaría que pensase en los de casa nada más, pero mamá tiene corazón de sobra para querernos a nosotros más que a nadie, y para querer, además, a todo el que necesita cariño.

Si no fuera porque ella es así, yo... no habría descubierto lo que sufre nuestra vecina, la señora Paula, que tiene más años que Matusalén y una hija deficiente;

ni pensaría que hay niños en la tierra que han de esperar al verano para entrar en calor, porque ni tienen casa, ni comen –que eso da calorías-;

ni añadiría algo de mi dinero a lo que ella da de lo que ahorra para remediar a otros;

ni trataría a mis hermanos como los trato, porque –como dice ella-, “son enredadores pero buenos”;

ni cuidaría la ropa y los juguetes como lo hago, porque no pensaría que toda la ropa la ha cosido alguien y todo juego lo ha fabricado un trabajador;

ni te rezaría a ti para que –como me repite mucho-, “que Jesús te llene la cabeza de proyectos grandes, hijo, y te dé ganas de servir a los demás”.

Seguro que lo que más te alegra es que me habla de la Virgen. Me gusta entonces mirarle a mamá a la cara, porque aún parece más buena, aunque buena lo es siempre, y mucho.

Tú ya sabes lo que quiere un hijo a su madre, así que te pido que me enseñes a cuidarla y me la cuides siglos y siglos. Amén.